Saltar al contenido

La pálida belleza

La sibila de Gaztambide

Quién le habrá dicho al del 10, el mensajero de Chamberí, que estoy desocupado de aquí a tres cuartos de hora. Necesita terminar su trabajo hoy antes de lo habitual. Me pide que le haga ocho o diez entregas de su zona en direcciones que lindan con la mía. Acordamos encontrarnos dentro de cinco minutos en Hilarión Eslava, esquina Rodríguez San Pedro, frente a la Casa de las Flores, un bloque de 282 viviendas levantadas ladrillo a ladrillo, icono de la arquitectura racionalista, en el que vivió Pablo Neruda al ser nombrado cónsul en 1934. Rafael Alberti fue quien le buscó el alojamiento y en él el poeta chileno celebró frecuentes tertulias con éste mismo, García Lorca, Luis Cernuda, Moreno Villa y otros personajes de la Generación del 27 y de la cultura española en los tiempos previos a la Guerra Civil.

    Todos los paquetes que me transfirió Antonio, el de Chamberí, todos menos uno, iban para tiendas, y de éstas todas menos una abrían a las cinco de la tarde. La tienda abierta y la dirección del particular estaban muy próximas la una de la otra. Fui a hacerlas. Dejé el paquete en la zapatería Geox de Alberto Aguilera, doblé la esquina por Gaztambide, y en el número 8 llamé al 3°A. Llevaba una carta. Normalmente, sólo memorizo los nombres completos de los particulares segundos antes de llamar a su puerta. Los particulares son una especie bípeda del reparto que, si no se les conoce, pueden o no pueden estar a cualquier hora del día. Las empresas, por el contrario, tienen horario regular y suelen ser clientes habituales. Los repartidores las queremos más, nos proporcionan esa sensación de rutina que hace tan llevaderos y conciliadores con la programación de la televisión pública los trabajos de oficina.

    Pregunté por Sofía García Hortelano, traigo una carta, y me abrieron el portal. Mientras esperaba al ascensor sin otro propósito que dar las buenas tardes, tome, su nombre por favor, firme aquí, y hasta luego, el cerebro al que pertenezco cotejaba coincidencias. Volví a repetir el nombre de la destinataria ante la mujer que abrió la puerta y le pregunté si era pariente de Juan García Hortelano, el escritor de la Generación de los 50. Soy su mujer, es decir, su viuda. Sofía es mi hija. Los de Seix Barral envían algunas cartas a su nombre y otras al mío con los apellidos de Juan por cariño y por respeto, creo yo. Ya es una costumbre. Carlos Barral y Juan fueron buenos amigos, colaboraron en una traducción y, en fin, hicieron otras cosas. Pero pasa, no te quedes en la puerta. Gracias, si no hace falta. Va a ser sólo un momento. Pasé al pequeño vestíbulo donde de inmediato me deslumbró una estantería de madera repleta de libros, buenas ediciones, lomos de tapa dura, impolutos, despedían claridad. Toda la casa irradiaba claridad. Las habitaciones estaban dispuestas alrededor de una sala central y poligonal que recibía en aquellos momentos la luz cristalina del primer sol de la tarde a través de unos visillos blancos. Nuevas estanterías de libros cubrían armoniosamente los lienzos de las paredes. La mayor parte de la biblioteca de Juan, me dijo, estaba en su casa de Toledo.

Él tenía la mesa con los libros, la pluma, los folios, la máquina de escribir…, dispuestos como los ves. Podría venir hoy y sentarse a seguir con lo que estaba haciendo el último día que se levantó de la silla.

María captó enseguida que la luz sepulcral de aquella tumba de Cristo resucitado había encendido mi propia casa secreta, y que estaba a punto de prosternarme. María era el ángel que detuvo los relojes. Me preguntó si yo escribía. Yo le expliqué que a su marido y sus novelas los de mi quinta le habíamos memorizado en las clases de Literatura del instituto. Recordaba en particular Tormenta de verano, primer Premio Formentor, recordaba el título, no la había leído. Le oculté la verdad: no había leído ninguna de las obras de García Hortelano. Tal vez, me había faltado un buen motivo. Tuvo la delicadeza de enseñarme el despacho y el escritorio donde su marido trabajaba la poesía y la prosa. Se percibía en la limpieza y en el orden no casual que aquel habitáculo era su museo. Él tenía la mesa con los libros, la pluma, los folios, la máquina de escribir…, dispuestos como los ves. Podría venir hoy y sentarse a seguir con lo que estaba haciendo el último día que se levantó de la silla.

    Podría haber sido una larga tertulia. Estábamos cómodos conversando. Todo lo que hubiera querido contarme sobre la trayectoria vital de García Hortelano y sobre los escritores contemporáneos que ella personalmente conoció hubiera sido de mi interés. María quiso invitarme a un café, pero tuve que rendirme ante los gañafones que tiraba ansioso y autoritario mi compromiso con el deber. Está bien. Antes de que te vayas, quiero regalarte un libro de Juan. Elígelo. Los títulos de García Hortelano estaban colocados sucesivamente en sus diversas ediciones y en volúmenes repetidos tras la mesa del escritorio. No, elíjalo usted, María. No es que me resulte indiferente uno u otro, pero prefiero que el regalo salga de sus manos; además, quiero que me lo dedique. Eligió Tormenta de verano. No le convenció la idea de firmar el ejemplar con su propio nombre. Dijo que se sabía de memoria la letra y la firma de su marido. Voy a ensayarla primero en esta hoja, me tiembla un poco la mano, tengo muchos años… Mira, así firmaba él. El rasgo final me ha quedado un poco raro, pero esta era su firma. «Para Eusebio Inaraja en nombre de Juan». Veinticinco años después, un libro dedicado y firmado por poderes. Juan García Hortelano murió en 1992, en Madrid, a los 64 años de edad a causa de un cáncer de pulmón.

    Dejé la casa de María Martín con la sensación de haber visitado el oráculo de la sibila. Bajé por las escaleras corriendo con el libro en una mano y la PDA en la otra. Al traspasar el portal, salí a otra realidad. Se me afianzó el presentimiento de que mis días en Madrid habían empezado a descontarse. Me matricularía en una academia para preparar oposiciones a la Administración General del Estado, ganaría una plaza fija y luego a escribir, como García Hortelano.

    Finalmente, llegué tarde a mi cita en la peluquería. Virginia estaba tiñendo mechas y envolviendo en papel de plata la cabeza de una cíborg que se había adelantado. Me cortó y me lavó el pelo otra chica. Aquella tarde del mes, los quince pasos que dábamos juntos los dimos en paralelo.

Seguí deteniéndome un día tras otro a la orilla del salón de belleza. Procuraba librar entre cuarenta y cinco minutos y una hora para leer los temas de la oposición o para asistir a una clase semanal de Derecho Administrativo. Encontré una academia muy cerca de allí. Cambiar el registro de la dispersión concentrada a la concentración unidireccional y acompasar el ritmo cardíaco al aprendizaje memorístico era un ejercicio aparte.

Un día de estos postvisita, Virginia y yo nos saludamos desde dentro y desde afuera como peces en acuarios diferentes. Otro día llovió. Subí la ventanilla de mi puerta para evitar que se mojaran los papeles. Las ráfagas de aire cubrieron de lágrimas el cristal añadiendo un tamiz adicional de lejanía a mi vigilancia contemplativa. Al mes siguiente, entré a pedir cita, pero ya no estaba o, quizás, había empezado a dejar de estar, no obstante perseveré buscando a diario sus llamaradas lànguidas al otro lado de la luna, hasta que una tarde pasado un tiempo indeterminado le vi por la acera de Princesa fugándose por la izquierda, hermosa e inalcanzable. Vestía vaqueros y una camiseta corta que dejaba al descubierto su vientre virgen por la gracia de Dios, plano como la Tierra de las yeguas que volvían ancas al viento norte para ser inseminadas por la imaginación de los hombres. Ese día, por fin, comprendí que los dos ya nos habíamos ido, aunque estuviera por llegar el momento culminante en que saltáramos del barco, cada uno por su lado, libres sólo en la determinación, salvos sólo por el intento, a nado o en chalupa remando, bien sabido que con el nadar y el remar apenas conseguiríamos alejarnos al principio, y aproximarnos al final, si es la costa, a la costa. La derrota en navegación tan precaria queda al albur de los elementos.


La pálida belleza por Texto y fotos no atribuidas: Jesús Mª Ventosa Pérez. Foto de portada: Juan Antonio Díaz Iraeta. se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en adesmano.media.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: