La pálida belleza

Ahora que lo pienso, las pálidas siempre han tenido para mí un corazón de nuez enigmático y desconcertante. Yo no soy pálido, soy moreno, y esto es preciso tenerlo en cuenta para entender y defenderme de mis prejuicios. Las pálidas y yo no congeniamos, aunque hubo un tiempo madrileño en que las merodeé. No me gustaban las pálidas, que solían ser pelirrojas, porque las encontraba como a medio hacer. La naturaleza alzaba ante mí ejemplos de esto que digo. Los brotes herbáceos y sus raíces, los bichos de las gusaneras, los insectos que descubría con la linterna en mis aventuras espeleológicas, y todos los seres abisales donde la oscuridad es absoluta o donde la luz solar se disuelve como un azucarillo en el café son pálidos de muerte blanca, de cal, de mármol, de cera, de lepra, de luna tras un celaje de nubes, de lechón que devorará mamá cerda o que restituirá tostado en una mesa con mantel blanco Casa Cándido.
Las pálidas me causaban escalofríos. Tardé en penetrar la pintura flamenca del Barroco por esto mismo. Al final, entendí que la técnica del claroscuro fue una solución de subsistencia para los pintores de la Europa lluviosa obligados a retratar en interiores a la luz de velas y candiles rostros marcianos como los del matrimonio Arnolfini o como los de esas jóvenes virginales de Vermeer que, con cambiarlas el atuendo y un retablo detrás podían representar igual las tentaciones de Santa Catalina, la Quinta Angustia o cualquier escena del martirologio cristiano concebida para estimular las cavilaciones en clausura. La palidez ilumina las tinieblas, ese es el tema. A la luz de los rostros monjiles de mi parvulario lechoso aprendí a leer. Y porque un rostro moreno entre penumbras sólo puede conducir a la lujuria.
Federico García Lorca nunca escribió «pálida» o «palidez», pero escribió luna mil veces ocultándose para evitar la locura de su ojo blanco de diosa; pero escribió nardo, alhelí, jazmín, lirio, plateada, la muerte de Antoñito El Camborio y la del torero a las cinco de la tarde, probablemente, porque no quiso verla. La palidez es para el invierno, para la tos y la fiebre de los románticos europeos que se hacían una reputación veraneando en sanatorios para tuberculosos. Guy de Maupassant se sentaba a escribir relatos de terror y espiritismo cuando tenía fiebre.
La fiebre de las pálidas es una reacción hormonal inducida por la luna llena de los abriles con escarcha. Lo sé por experiencia de romántico al que una rusa del bando de los blancos se le acomodó en el brazo a un tris del desmayo durante una clase particular de Lengua y Literatura. Venía de una Unión Soviética desmembrada, pero todavía con aliento de ateísmo y vodka, y vestimenta del realismo socialista. Era hija de un niño del bando republicano español que en el 36 viajó junto a otros miles a Moscú para tomarse unas vacaciones que duraron 40 años. Su padre ejercía de matemático, lo cual tampoco ayudaba.
Playa de Arrigúnaga (Algorta/Guecho) y puerto de El Abra (Bilbao) Antiguo fuerte de baterías de costa, Aixerrota, Algorta/Guecho)
En toda mi vida de diecinueve años, nunca una mujer se me había ofrecido tan palmariamente, en Euskadi, donde el polvo extramarital entre particulares es tan raro que cuando se consigue, por no tentar al diablo, nace una relación duradera.
El reto de aquella tarde consistía en hacerle entender a Sonia Fernández, Ivanovna por parte de rusa, la poesía mística de Santa Teresa y de San Juan de la Cruz – Saint John of the Cross, escriben los ingleses, tomen nota -. Después de explicarle a una cara de pan lechuguino la sublimación del amor carnal vía ascesis en el matrimonio divino del alma, íbamos a practicar el comentario de texto con unos versos mayúsculos de Teresa de Jesús. Entonces, le recité acomodando la voz a la dicción de Paco Valladares los versos del Vivo sin vivir en mí hasta el primer bordón del muero porque no muero. Para qué más. Me sentí como un cura en el momento de la consagración a quien el monaguillo de rodillas le sube la mano por la pierna. A todo esto, el obispo – su padre – freía unos huevos en la sacristía.
De nada sirvió no prestarle atención, proseguir la clase haciéndome el desentendido, porque la pertinaz Ivanovna insistía en restregarse la pelusilla del moflete con mi antebrazo. Le retiré el antebrazo, pero se enganchó al brazo sofocada, respirando con agitación, dándome un calor en el hombro que no era normal, porque el resto de mi cuerpo estaba consternado. ¡Susana, por favor! Como ella volvía, qué vergüenza, me tuve que cruzar de brazos, y me tuve que ir para no volver nunca más, porque incluso el día en que fui a cobrarle a su padre mis emolumentos, inventando una excusa para suspender las clases, en tanto el viejo desaparecía tras la puerta y tras su cartera, ella se abalanzó sobre mi pecho sin intención alguna de acariciarme los pezones e imploraba ¡Vuelve, por favor!, y que se iba a portar bien.
Pasado un tiempo, convenció a su padre para que me llamara por teléfono y rogara por mi vuelta pues tanto él como su hija estaban muy satisfechos conmigo. Lo puse en duda e imaginé a Susana hecha un secarral en llamas escuchando la conversación, pero volví a mentir, y a estas alturas ya con fastidio. En toda mi vida de diecinueve años, nunca una mujer se me había ofrecido tan palmariamente, en Euskadi, donde el polvo extramarital entre particulares es tan raro que cuando se consigue, por no tentar al diablo, nace una relación duradera. Yo estaba comprometido con una buena lagarta y no toleraba la infidelidad, yo. Así se lo tuve que explicar a mis amigos, que no daban crédito, y se lo tuve que explicar por amor propio, a sabiendas de que rehusar el ofrecimiento sexual de una tía puntuaría con interrogaciones en mi expediente de virilidad. Todos querían que se la pasara, menos los gueis, pero ninguno sabía dar clases de Lengua y Literatura de COU, así que… Hubiera estado encantado de hacerlo. La chica tenía un par de polvos gratis o uno sólo, según, aunque sólo fuera por la pasión que ponía en el empeño. Entre mis colegas, el más ofendido preguntaba: ¿Pero está buena? Y yo: Para ti, sí, tiene dos buenas tetas y un culo gordo para cabalgar. ¡Qué desperdicio, tío, eres gilipollas!
Todavía hoy, desde la altura de la edad y la distancia de mi miopía, tan benévolas juzgando imperfecciones en las chicas, me alegro de no haber incurrido en el error. Susana venía del Cáucaso. Allá en la estepa persiguen un reno a pie hasta cansarlo, y se beben su sangre para calmar la sed y el hambre, todo en una. Me la encontraba haciendo dedo en dirección a la Universidad donde yo estudiaba aquel año tercero de Periodismo. Dentro del campus, preguntaba por mí y por el aula donde recibía las clases. Di que hacía muchas piras, y que dos meses más tarde dieron las vacaciones, y me libré, de otra forma el desenlace habría hecho las delicias de los espectadores.
Muchos años después, recordaba este precedente en Madrid una temporada de fiebres que tuve a raíz de fijarme en una pálida ucraniana que me colmaba de paquetes a diario en la cuarta planta de Princesa, 25, un edificio de oficinas frente con frente del hotel Meliá Princesa. (sigue)