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La pálida belleza

Músicos y bandoleros

    Empezaba en los números pares de Ferraz, concretamente, en el 2. Un ascensor forjado por fuera y forrado por dentro con terciopelo púrpura, incluido el banquito de descanso, me subía hasta un bufete donde una recepcionista muy cursi y mayor me obligaba a coger unos caramelitos blandos de un cestito, porque esa era la propina. Entre coger seis, dieciséis o ninguno, optaba por el sacrificio de la abstinencia, pero ella repetía: ¡Coja uno, coja uno! Cogía uno, y ella volvía a insistir: ¡Coja otro, coja otro! Y entonces me llevaba dos.

Seguía tres portales más allá, último piso, entregando un sobre a Eva Amaral, cuyas canciones siempre me han parecido lloronas de patada en el culo. Si esa madrugada a las diez de la mañana no lucía bolsas en los ojos abría ella, si no lo hacía su pareja, un alto, melenudo y somnoliento cincuentón con vaqueros desgastados de la misma edad. Antonio Carmona, el Ketama, el Habichuela, vive a salto de mata seguido, en otro ático, pero de renta antigua, una casa a la altura castiza de Malasaña o de la Corredera de San Pablo. Él nunca está en casa, pasea por la acera par de Ferraz con paso gitano e indefinición gallega. Mariola recibe la correspondencia y firma: Mariola Orellana.

    Salto a la acera de enfrente para entregar unas anchoas de Miguel Ángel Revilla en la abacería de Puelles, relación calidad precio, te tratan como a un marqués que pueda permitirse el dispendio de comprarles. En el mismo número, primer piso, pase sin llamar, atravieso un hall exposición de pinturas y dibujos con una carta para la Asociación de pintores con la boca y con los pies. Las amables secretarias de toda la vida me firman con las manos. Alargo la PDA , no se levanten. Me gusta llegar a los sitios y besar el santo.

    Muevo el furgón para acercarme al número 17, 3° izda., la casa del excelentísimo Tomás Marco Aragón, el compositor de Contemporánea a quien el BBVA concede este tratamiento en la correspondencia y a quien sólo conocemos los aficionados a la música académica de vanguardia. Firma siempre su mujer, María Rosa. Dígale a su marido que el mensajero de DHL le conoce y admira su obra y su trayectoria internacional. Salúdele de mi parte.

Miguel Bernad me recibió en su despacho de pie, sin responder al saludo, con una mirada hosca que traducida decía: Por esta vez, te perdono la vida.

    A la altura de la calle Quintana, aparco para entregar un paquete al portero del número 21 antes de que se vaya a comer. Hace dos años que llevo correspondencia a este destinatario del 2° izda, nunca está. ¿Será que el portero encubre una segunda vida? Después de entregar y recoger envíos en una papelería colaboradora oficial de la agencia de transporte, me dirijo a Goya Producciones, en el 29 de Quintana, una recogida fija. Están bien enseñados, los paquetes sobre un taquillón del recibidor, cada uno con su albarán y su declaración de contenido para la aduana. Únicamente, tengo que firmarles los recibos y escanear las etiquetas rindiendo honores a una curiosa imagen barroca del arcángel San Gabriel pisando la cabeza de un dragón y armado de espada, peto, guardabrazos y grebas metálicos. Sirven películas hagiográficas, vidas de papas y melodramas de caridad cristiana a congregaciones religiosas y pisos del Opus Dei repartidos por toda la América Latina. Lo dijo Joselito El Gallo, no yo: Tié q’haber gente pa‘tó.

    Cien metros atrás, había dejado la sede del sindicato de bandoleros Manos Limpias. Les llevaba paquetes cuando aún no se conocía exactamente qué intenciones escondían detrás de sus querellas contra jueces y magistrados, o detrás de sus personaciones como acusación popular en juicios tan mediáticos como los del caso Nóos pidiendo la imputación de la Infanta Cristina de Borbón, o el caso Bárcenas, ex tesorero del PP. Al frente de este tinglado estaba el abogado y político ultraderechista Miguel Bernad, bilbaíno, Caballero de Honor de la Fundación Nacional Francisco Franco.

    La primera vez que caí en aquel pago, quise entregar personalmente un sobre a este tipo alegando que necesitaba hacerlo así para dar fe de su firma. Mientras estuvo abierta, la sede ocupaba una primera planta que se asoma a la esquina de Rey Francisco por un balconazo de piedra bien dispuesto para la arenga y la bandera de España. Una mujer temblorosa de mediana edad tardó en decidir si debía dejarme encima del felpudo o franquearme el paso. Pretendía ser amable, pero el miedo de importunar a la jefatura le ponía tiritona. Esperé en un largo pasillo de luz mezquina con puertas cerradas a ambos lados sin pintura ni reforma desde tiempos de El Caudillo, tal vez, porque el tufillo a centro de detención franquista era lo apropiado. Miguel Bernad me recibió en su despacho de pie, sin responder al saludo, con una mirada hosca que traducida decía: Por esta vez, te perdono la vida. Tuve que volver pocas veces, para mi consuelo. Satisfecha la curiosidad del primer día, los siguientes me abstuve de respirar más de un minuto aquella atmósfera de peligro. Adjudiqué el empleo de la firma a la mujer que temblaba, y ella me lo agradeció.

Nunca se sabe lo que pasará a la vuelta de la esquina, y por eso corro para llegar antes o para no llegar después, y también corro, aunque no tenga prisa, para dejar de correr.

   Aquella mañana de la pálida emoción pasé de largo, como digo, por Manos Limpias, pero acordándome, porque llevaba unas devoluciones dirigidas a la redacción de Ausbanc, en Altamirano, 33. Tenían una planta de oficinas, la supersede, un par de calles antes, en Marqués de Urquijo. Las chicas de la recepción estaban revueltas y pálidas, sin serlo, y aún así disimulaban, porque a sus espaldas el resto del personal formaba corrillos culpables alrededor de dos o tres mesas que se congelaron apenas sonó la puerta detrás de mí. La policía Nacional acababa de efectuar un registro con el presidente de la entidad, Luis Pineda, esposado bajo la acusación de organización criminal y extorsión, las mismas imputaciones y la misma prisión preventiva que dictó contra su homónimo de Manos Limpias, Miguel Bernad, días más tarde, el juez magistrado de la Audiencia Nacional, Santiago Pedraz. Han pasado cerca de tres años y el juicio continúa en la fase de vista oral.

    Regresé a Altamirano, 33 con más revistas devueltas pasados unos quince días, pero la denominada Asociación de Usuarios de Servicios Bancarios, que se había preparado buenas coartadas suscribiendo la Declaración Universal de Derechos de los Usuarios de Servicios Bancarios y Financieros (Salamanca, 2005) o ganando juicios como el que obligó a devolver la cláusula suelo de las hipotecas a miles de prestatarios de BBVA, Caixa Galicia y Cajamar, había cerrado todas sus oficinas en España dejando a más de 300 trabajadores en el paro.

    Regresé a la papelería de Quintana, esta vez, para llevarme un servicio de 24 horas dirigido a una población o poblado, vete tú a saber, de Gambia, que no era la capital. El emisor y quien le sonriera en la tienda habían ignorado el asterisco de excepciones a las entregas en el día siguiente. Sean cuales sean – que son muchas – las limitaciones de nuestra ruin y rastrera condición, reconforta saber que aún queda gente optimista. Pude haberlo dejado para la tarde, pero iba bien de tiempo. Los minutos libres se ocupan según lleguen los encargos. Nunca se sabe lo que pasará a la vuelta de la esquina, y por eso corro para llegar antes o para no llegar después, y también corro, aunque no tenga prisa, para dejar de correr. En este trabajo, el único sobresueldo que merece la pena es el del tiempo libre. (sigue)

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