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Cita en el museo

Hace años, cuando aún hiperventilaba en Madrid, llevé a una conquista de paseo por el Museo Reina Sofía. La chica, una bella madurita en la que destacaban sus ojos verdes y una boca completa y grande (Era un placer verla hablar, de cómo dilataba), no era aficionada a las Bellas Artes – siquiera un poco, a las decorativas – y en absoluto intelectual. Trabajaba en una óptica. A la hora de la comida, se alimentaba con medio sándwich de crudités. Semejante fruslería en semejante boca no daba para bocado, por lo cual, acompañarla en ese breve rato nutricio, también podía ser placer añadido porque, además del masticar, le cabía sonreír, hablar y modelar besos lubricados. Después del sándwich, se iba a un gimnasio del Puente de Vallecas donde mantenía el tipo haciendo espinin ( bicicleta estática en pelotón estático ante monitor estático con pedaleo y música discotequera a elevado volumen).

    Era guapa, femenina y tenía estilo llevando sus trapitos. Allá donde miraba lo dejaba iluminado. No era cuestión de interrogarla sobre libros leídos o sobre la insoportable levedad del ser. Podría verse inclinada a responder un test de personalidad de la revista Lecturas, sólo eso. Lo mejor siempre fue escucharla y mirarla con mucho tacto, invitarle a cenar para, finalmente, ante la duda de si en su casa o en la mía, echar cortinas de vapor dentro de la furgoneta.

Un amor desenfocado

    Sabía que era arriesgado como prólogo de seducción llevarle a unos grandes almacenes de arte contemporáneo, pero me sentía muy seguro de mí mismo y necesitaba marcar territorio, no se fuera a pensar que con y sin uniforme de trabajo mi personalidad se amoldaba en la de un repartidor de paquetería ansiosa. Quería verla por los corredores y salas del edificio Sabatini cerca de mí, ser reconocido por ella entre tanto extraño de a diario y verla en un decorado de abstractos, entre intensas manchas de color, al pie de lienzos de gran formato, en el antes y el después de la modelo que posa para Modigliani, más tarde para Dubuffet, hasta la consumación en una tela de Willem de Kooning. Le hubiera sacado fotos, si los museos fueran menos enemigos de los horteras y menos amigos del merchandaisin.

    Yo fui a lo mío y ella a lo suyo: no mirar un cuadro, pero sí contraponer a lo inexplicable su concreto atractivo de ondas rubias y de gestos verbales, todas las posturas que una boca hermosa puede adoptar articulando vocales y consonantes. Su voz, si se desatendían las palabras, sonaba a mezzo continuo sobre la almohada; sus labios, sístole y diástole, sujetaban y soltaban; sus dientes y su lengua, etcétera. Para qué seguir, les tengo por muy leídos.

    Estoy seguro de que a ella le hubiera aburrido un invierno tomarse en serio la visita al Reina Sofía, como a mí asistir a un desfile de gafas bifocales en el Colegio Oficial de Optometristas. Cuando no se tienen posibles, es difícil sorprender a una enamorada normal. Las propuestas extravagantes requieren el atrevimiento y la complicidad de tu pareja, como aquella vez en Bilbao.

Foto: J.A.Díaz Iraeta

Le invité a cenar en un comedor de beneficencia que abrían por Atxuri. Al día siguiente, me la llevé a un hostal de Santoña para que pasara la reválida.

Monitora de Educación Sexual

Apuntaba a una educadora de marginados, monitora de educación sexual. Vivía en la Margen Izquierda, era virgen y celebraba su cumpleaños- 27 o 28 -. Le invité a cenar en un comedor de beneficencia que abrían por Atxuri. Al día siguiente, me la llevé a un hostal de Santoña para que pasara la reválida. Recuerdo que salimos a hurtadillas del establecimiento y con las cabezas gachas por miedo a que en el futuro alguien nos pudiera vincular con el rito satánico que se verificó en las sábanas de aquella habitación.

    No he vuelto a verme en un compromiso semejante. La virginidad, como la maternidad, pierden terneza a medida que pasan los años. Los niños que antaño echaban los dientes mamando, mañana nacerán con ellos, mamados y con la mili hecha. Los padres serán madres y, unos y otras, con las tetas acartonadas, empezarán a formar familia tan pronto como se jubilen. Y de vírgenes tardías líbrenos Dios. Se ponen tan tensas, recias ya de por sí, que sería menester majarlas en la tabla a mango de almirez como veía hacer a mi abuela con los filetes rusos antes del rebozado.

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Dados al aire

    Lo de la cita galante en el museo todavía lo probé otra vez en la capital hará unos siete años. Esta chica trabajada de administrativa en una agencia de seguros. Existía una amistad previa, estaba apercibida. Ella se adelantó a sugerir una escapada solos ella y yo, sin haber mediado pie, una iniciativa desaconsejable, porque rara vez depara buen final. A la hembra le están permitidas todas las artes e iniciativas de seducción menos una: montar ella primero. Somos así de salvajes. Me consta el empoderamiento de una congregación de laicas dirigido a torcer el brazo a la razón áurea. Por eso remarco la cuestión. Con la excusa de instruir, bien que perdida la esperanza de conseguirlo, chincho.

    El plan, el programa de actividades previas, corría de mi parte y, como había confianza, decidí improvisar, lanzar los dados al aire. No seleccioné un museo, sino una exposición en la Casa Encendida (Ronda de Atocha). Louis Bourgeois era nueva para mí. Me convenció el cartel y una breve reseña que leí a propósito. Pensé que a mi amiga le gustaría, cuando menos, comprobar que el artista elegido era mujer.

Se lo tuve que explicar en pocas palabras: sangre vúlvica, menstruaciones, manchas de la regla o del parto sobre sábanas blancas, que son muy difíciles de quitar.

    Las obras expuestas, una retrospectiva de sus diez últimos años creativos en Nueva York, abundaban en referencias femeninas tanto al hecho biológico como conceptual del ser mujer. Hacía frío invernal en la calle y calor dentro de la Casa Encendida. Mi amiga es una de esas personas que se sonroja fácilmente con los cambios bruscos de temperatura, sea cual sea la causa del cambio. Le ocurría al beber, pero allá adentro estábamos completamente sobrios los dos. Me pidió que le explicara lo que no entendía, las obras en sí y los propósitos de la autora al componerlas. Todas o casi todas parecían formar parte de la misma narrativa: los hitos de la rueda vital humana donde el protagonismo femenino es determinante: ciclo menstrual, cópula, concepción, parto, lactancia. El significado de las figurillas de trapo fálicas, gestantes, en posturas coitales o el de los lienzos con representaciones de horma neandertal, abundosas de pechos, saltaba a la vista. Le desconcertó particularmente una sala donde se extendía por sus cuatro paredes una serie extenuante de lienzos abstractos, fotogramas sucesivos que tenían en común un garabato geométrico y un color: círculos y magenta. Se lo tuve que explicar en pocas palabras: sangre vúlvica, menstruaciones, manchas de la regla o del parto sobre sábanas blancas, que son muy difíciles de quitar. Se ruborizó como un camaleón y ya no le bajó la temperatura de los pómulos durante el resto de la noche. La exposición de Louis Bourgeois se presentaba con el título/admonición de una de sus obras: Honni soit qui mal y pense (Mal haya quien mal piense).

Mamá, Louis Bourgeois. M. Guggemheim, Bilbao.

Es un edificio interesante, grande como un cuartel, desmantelado como la derrota, aunque todavía esquivo y levantisco con sus nuevos ocupantes.

La Tabacalera: Prohibido fumar

    De la Casa Encendida, acera adelante, caminamos hasta el vetusto edificio de la antigua Tabacalera, en la calle de Embajadores, entonces y hoy reconvertido con mucha pintada, pero sin una buena mano de pintura, en centro cultural autogestionado por asociaciones vecinales del barrio de Lavapiés. El Ayuntamiento se limita a pagar la luz, el agua y la vigilancia nocturna.

    Es un edificio interesante, grande como un cuartel, desmantelado como la derrota, aunque todavía esquivo y levantisco con sus nuevos ocupantes. En la planta baja inquietan los pasadizos angostos, pobremente iluminados, sin ventanas, que se alivian en almacenes vacíos excepto tú y yo, ciegos y con aire de pena capital; o que abocan a estancias anochecidas siempre por la luz de un ventanuco con reja en cruz a pie de acera y a desmano. Todos los espacios de este semisótano se sienten infrahabitados, apenas hay mobiliario ni caricia de bienestar, antes bien parecen trasteros deshauciados y en subasta, y alquilados finalmente a la desesperada a inquilinos con más hambre que pan. Imaginen. Después de los bombardeos que parecen concertados con el enemigo, durante las horas libres del toque de queda florece un zoco en los huecos donde primero hubo escaparate. Hay talleres a elegir: de música, danza, risa, artes urbanas, etcétera, entre otras varias parainvenciones paralternativas. Un lugar paramarginal, instalación artística de vivencia en casa de ferroviario, de reformatorio o de cualquier otro purgatorio que ustedes despinten; no casa-palacio, ya lo dije, sino casacuartel que cumple su pena de rehabilitación siendo comprensiva con el ex convicto de tatuaje verdadero y con el refugiado que trae el pelo hecho unas rastas a su pesar. La Tabacalera: prohibido fumar, para más inri. Esta es una pena accesoria a la principal. La Tabacalera de Madrid, en su muda camiseta y calzoncillo Ocean tiene la pátina y el olor de lo viejo que ha prendido epitelios de mugre, sudor, tisis y tuberculosis obrera y fumadora a lo largo de generaciones. Un lugar para hacer remembranza no de la Carmen de Bizet, sino de la de Próspero Merimée, la Carmen verdadera, navarra, vascoparlante y olé.

La Unión Africana

    Lo sobrecogedor forma grumos. La harina de piel bien cernida sobre el carbón interior hecho de esta aventura inhóspita – quieras que no, dos conocidos entre extraños o acaban íntimos o reñidos – añadida sobre ella, calando, la humedad templada del sudor y su aliño que fermentaban bajo la ropa, nos había aproximado. Tendíamos más al roce que al desapego, a hacernos grumo, y el paciente sabe que la bechamel se liga si se sigue dale que dale con la cuchara de palo.

    Los dados lanzados al aire habían caído al tapete dando doble pareja de sotas y damas. El quinto esperaba oculto bajo el cubilete. Yo se lo pasé a ella sin mirar y dije As, y ella me lo devolvió en las mismas y dijo Ful de damas. En estas andábamos saliendo del semisótano antiaéreo al aire libre de la noche cuando, cerca ya de la salida, me pregunto: ¿Y ahora qué hago, veo o no veo el ful? Veo gente con macramés y puntos bobos alrededor de cabezas y cuellos flameando blancos, dorados y verdes, que pasan bajo una pancarta hecha en el taller de pancartas con la siguiente letra: Hoy Fiesta Africana, 22 horas, mojitos caseros: 3 euros. Sacar tiket. Mi amiga y yo nos miramos concernidos, y yo comento: Mojitos caseros…, que serán con Casera. Y ella, poniéndole colorete el pecado de pensamiento, contestó: Tú sabrás, yo no bebo y cuando bebo, ni sé lo que bebo, me lo piden. Saqué tiket para dos mojitos, entramos.

La madre llevaba un vestido de tonos crepusculares confeccionado en Kinshasa con muchos metros de tela. El padre vestía traje y zapatos oscuros de pastor evangélico oscuro.

    Estábamos en un amplio patio abierto y porticado. Sobre un escenario, trasteando, unos técnicos de sonido, probablemente también del taller de técnico de sonido, hacían aullar los altoparlantes, aviso, que va a empezar. Cierto músico de los teloneros profanaba el micrófono colocando la voz: Botswuana, Botswuana; Papá Bemba. Bajo los soportales iluminados con cuarenta vatios y pico y al lado de una hilera de chicas con ropa de sucio que hacían escuadra entre el suelo y la pared, me llamó la atención una puerta que se abría y cerraba al libre tránsito de personas vestidas mejor que de costumbre, más negros que blancos y mejor los primeros que los segundos. Un letrero en serio avisaba a un lado del dintel: Biblioteca. «¡Coño! – exclamé- Ahí tengo que entrar yo».

    Nadie pensará que le iba a hacer a mi amiga el feo de sentarme a leer un libro, uno al azar, aquel, por ejemplo: África: esa gran desconocida. Entraba, en todo caso, a fisgar qué leían los de dentro a tan desacostumbradas horas. Y no leían nada. Los libros se podían contar en menos de un minuto a razón de libro por segundo. Había menos libros que estanterías. Algunos reposaban en acordeón para ocupar más espacio. Libros que solidariamente aportarían las monitoras y las madres de las monitoras superadas por el compromiso adquirido con el Círculo de Lectores; libros nunca leídos porque aburrieron en la página dos o porque apabullaron vistas de canto sus cuatrocientas cincuenta páginas; biblioteca y libros, incluidos los de texto, de repetidor de curso. Esto, en cuanto a los libros; en cuanto a la gente, siete u ocho personas de pie, que iban entrando y saliendo dándose el relevo. A una le recogían el dobladillo del vestido. Otras dos deletreaban su apellido a una tercera, que los anotaba en un cuaderno de espiral y hojas cuadriculadas: Bueno, entonces, quedamos así, en el local de Argumosa. Cuando me den el okey, yo os digo algo. Sólo tres de las siete u ocho se aplicaban con calma a una tarea y de los tres, uno yacía de espaldas sobre una mesa: le estaban cambiando el pañal a la criatura. La madre llevaba un vestido de tonos crepusculares confeccionado en Kinshasa con muchos metros de tela. El padre vestía traje y zapatos oscuros de pastor evangélico oscuro. Las gafas de pasta le daban un aire muy respetable.

Alguna vez se habrán encontrado en el baile de su pueblo o de su barrio, o en el chicharrillo de Portugalete, que tiene interinas, aroma de ría y le atraviesan los barcos mercantes, y habrán pensado qué hago yo aquí, si no me gusta bailar.

El Diablo Cojuelo

    Mi amiga y yo salimos de allí sin apuntarnos en el cuaderno de cuadrícula, ni nada, simulando una dignidad circunspecta que nos salió de la hemeroteca de dentro, que sería la emulación de alguna visita de los duques de York a una casa cuna de expósitos del ébola. Comenzaba la música en serio. Antes, había tocado un grupo mestizo, anónimo. Deberían haberse cubierto la cabeza con pasamontañas. Subieron cuatro al tablado. El batería cantó un, dos, tres y, a partir de ese momento, ya no se entendió nada. Hicieron un ruido inexplicable. Estuvimos a punto de volvernos a meter en la biblioteca. Pero los siguientes venían mejor nutridos, marimbas, tambores, vientos, punteos de ukelele y voces de color con timbres de asombro. Sonaban a otra cosa. Me vino a la memoria la Orquesta Baobad y su afro beat.

    Alguna vez se habrán encontrado en el baile de su pueblo o de su barrio, o en el chicharrillo de Portugalete, que tiene interinas, aroma de ría y le atraviesan los barcos mercantes, y habrán pensado qué hago yo aquí, si no me gusta bailar. Pero le sacan y ante su vergüenza se planta como hombre sombra el más borracho de la parroquia, que unas veces es el pastor en su día libre anual, otras el legionario de permiso con escote caedizo, manga arremangada y el cubata en lo alto, y a veces, según venga la temporada, el mareante que hizo la costera de la anchoa cantando desde Santurtzi a Bilboo y ese día quiere bailarla. Todos tres se sienten el alma de la fiesta, el espíritu de la animación. Han bebido demasiado, pero no por eso dejan de representar un papel tribal o, si lo prefieren, social, que en el siglo español de los ingenios Luis Vélez de Guevara encarnó en el Diablo Cojuelo.

    El Diablo Cojuelo es, según se presenta, las pulgas del Infierno. Causó cojera, porque en la jornada de la rebelión celestial fue el primero en alzarse y el primero en caer, quedando bajo el montón del resto de los sublevados tullido. Con toda probabilidad, la tara ganada no le alcanzó para asegurarse una alta jerarquía y, falto de miras, se dedicó a gastarles putaditas a sus colegas, que harto hartos de él lo mandaron a tomar por culo del Infierno. Fingido licenciado en maldades familiares, y no lo que le tocaba, bachiller del tizón, se presentó en la Tierra renqueando bailes de perdiz en celo. Hoy, mirando a ayer, señalaríamos como tales el de Los Pajaritos, el ¡Ey, Macarena!, la Conga de Jalisco, el Aserejé, el Gangnam Style y tantos otros que ustedes, queridos cojos, recordarán mejor que yo, que nunca he sido amigo, ni enemigo de las danzas de cojera. Ayer recopilé algunas de las que se hacían en las juergas populares del 1641, año de la publicación*: la zarabanda, el zambapalo, la gatatumba, el guiriguirigay, el avilipinti, el don golondrón, el hermano Bartolo, el colorín colorado, el pisaré yo el polvillo…

La orquesta se había evaporado en un espejismo de baobad y jirafa bajo la ducha solar. La jirafa mordisqueaba los zarcillos de uva de baobad que la copa del legionario derramaba en lo alto.

    No hay nada como los mojitos de ron y hierbabuena para bailar con el legionario y dejar a tu amiga de lado. A decir verdad, en el patio de la Tabacalera no había legionarios, negros sí, de África, aunque en la pista no estaban todos. Faltaban determinados cabecillas que formaban apretados grupos de discusión en los accesos, alejados de los cuarenta vatios, dándose sombra unos a otros y a la lumbre portátil de trompetas de marihuana que hoy hubieran vuelto a derribar las murallas de Jericó. La orquesta Baobad sí tenía aquella noche – desconozco si en plantilla o no – un diablo cojuelo subsahariano amaestrando la ceremonia. Personaje singular, vestía de la calle Cuesta de la Vega, pero no con los atributos de a diario, el silbato y la gorra de aparcacoches. Estaba en hombre fiesta, que es otra actitud: brazos en ala y pasos preparatorios al vuelo; otro porte: sombrero de media copa; y otra dignidad: una vara, negra por parte de prestidigitador y blanca por parte de majorette.

Tambores en la sabana

Dejamos de verle cuando ya no hizo falta en la pista, la gente le había comido el terreno aproximándose al escenario. Ahora, sólo sonaban tambores, fiebre en la sabana. Louis Bourgeois correteaba desnuda por ella describiendo círculos, portando una lanza y con la menstruación. La orquesta se había evaporado en un espejismo de baobad y jirafa bajo la ducha solar. La jirafa mordisqueaba los zarcillos de uva de baobad que la copa del legionario derramaba en lo alto. Salieron de uno en una dos danzantes percutiendo con las manos y los pies tierra y aire la estampida de monos enjaulados que acometían los tambores. Qué locura, qué tarántula de tarantela de taranto de Carmen Amaya en pelota calé. Aquello era el exorcismo que Frumencio, patriarca de Etiopía, defendió en el concilio de Nicea ante un sínodo atónito de obispos con 81 años de media, al cambio.

Finalmente, y por el bien de todos, al legionario, al pastor de cabras, al marino de Santurtzi y al diablo cojuelo se les echó del baile. Alguna dejarían tramada para quienes no la bailaron bien. Mi amiga no se había terminado su mojito, yo sí, el primero y el segundo. Esto lo pudimos comprobar al final del espectáculo, tan cerca de la barra del bar como de la salida, que nos enseñamos los vasos de plástico y yo le di la vuelta al mío y se lo pasé: «Ful de reyes/damas». Descartaba un intento de tirar los cinco dados de nuevo, a color como mínimo, y a la una y media de la mañana. Si no lo creía, corría el riesgo de perder y si lo creía, podríamos jugar una nueva partida la próxima semana, quién sabe. Y así fue que se llevó de tapadillo el cubilete del mojito a casa a bailar el colorín colorado.

*El Diablo Cojuelo, Luis Vélez de Guevara, Madrid, 1641.


Cita en el museo por Texto y fotos no firmadas: Jesús Mª Ventosa Pérez; se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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