Cafetería Restaurante Venecia

Alina lo tenía claro. No había venido hasta aquí desde Ploieşti para terminar sirviendo comidas en un barracón de Venturada. Presumía de título académico en estudios administrativos, imagínense cómo andaría el patio. La prueba de que no iba de farol era su determinación por la formación continua. Tres tardes por semana bajaba a Madrid a recibir clases de inglés. Y a diario, en su rutina de camarera de barra y de enlace entre la cocina y las mesas, imponía seriedad y suficiencia a las dos búlgaras – dos braceras de terruño metidas en paños de pinche – que no abrían el pico ni para sonreír, porque los pájaros no sonríen cuando sobrevuela el águila calzada.
Mari Nieves, ¿qué hay de postre?; Mari Nieves, la cuenta; Mari Nieves, falta un lomo con pimientos. A otras jefas se les conoce por el traje, pero ella vestía como una marmitona. El graznido de su voz arriera, en cambio, sonaba característico. Mari Nieves, la cuenta; Mari Nieves, dos pacharanes, un vaso de agua y cambio para la máquina de tabaco. Y Mari Nieves: ¡Cóbrame la cuatro y la seis! A los chupitos invito yo. Enjuta, birlocha, aguileña, pálida, de carrillo caído, había rebasado la edad de las edades. Los vaqueros se le arrugaban a la tristeza de las carnes, blusa y delantal inmunes a la lejía, y un gorro como de ducha, blanco inmune también. Su ordinariez era su orgullo y que nadie viniera a tocarle los latines. La carrera que Mari Nieves comenzó sirviendo menús del día la continuaban sus hijos en la universidad. A los estudios invitaba ella. Perdone, usted.
La Cafetería Restaurante Venecia se levantó para dar de comer a los obreros que comenzaron a construir los primeros caserones de los Cotos de Monterrey, un soto en las estribaciones de la Sierra de Guadarrama elevado sobre la autovía de Burgos que se parceló para edificar residencias de señorío. Los señoritos tenían su pequeño centro comercial de postín enfrente del Venecia con restaurante propiamente dicho, bar de copas, peluquería, tienda de ropa y ultramarinos, pero cerró – sólo el ultramarinos quedó abriendo por las mañanas – y señoras como doña Úrsula Causapié, acostumbradas a tener cocinera en casa, cuando todo se fue al carajo y perdieron el servicio se resignaron a comer el menú del día donde Mari Luz.

El barullo en el bar restaurante Venecia venía de la bancada popular a cuyo frente figuraban los figurones que dan trabajo. Estaba el contratista que llamaba en el mostrador con el mando del X5 y estaba el brocha gorda que le extendía su mano de trementina.
Apuntes sobre el personal
Doña Úrsula sorbía con fruición el caldo los días de cocido exclamando: ¡Hum, qué rico, Mari Luz, muy rico, hija, muy rico! – ¡Espere un poco, estará quemando! contestaba satisfecha la jefa y, acto seguido: ¡Dos helados crocantis, un arroz con leche, una crema catalana y un cortado con una gota de leche para la cuatro, la cuenta de la siete, dos anises secos y dos vasos de agua para la tres! – ¡No hace falta, me gusta caliente!, respondía doña Úrsula entre la crema catalana y la leche para la cuatro, y volvía a sorber para que todos nos diéramos cuenta de que era cierto. ¡Y los garbanzos, muy tiernos! Otros señoritos venidos a menos no decían nada, preferían mirar a través de la cristalera el aparcamiento donde sus deslucidos coches de alta gama alternaban con el furgón de Seur, la furgoneta de los albañiles y el pequeño tractor con remolque del jardinero, al que le salía una cresta hecha de escobas de brezo y rastrillos.
Yo entregaba a Mari Luz los paquetes de los ausentes en la urbanización. Se hacía de rogar y me veía obligado a perseguirle entre las mesas para que firmara. Formaba parte de mi trabajo. Otro juego de la ruleta, Mari Luz. La semana pasada fueron las cartas de póker y el backgamon. ¿Por qué no pones un bingo? – Esos que juegan en el Internet no tienen más que deudas. Primero que paguen las pellas que dejan aquí. ¿Tú crees que tienen algún detalle conmigo? ¿Para quién dices que es? – Señores de Carabias Ferrán. – Sí, muy señores ellos. Estos son los de la avenida de los Pirineos. ¿A ti te han dado alguna vez propina? – A mí, no. – Pues a mí tampoco. ¡Anda, que les den! Mi marido les metió la luz en la cochera y tardó tres meses en cobrarles 150 euros. Como no vengan a por el paquete, aquí se queda, y el lunes te lo llevas.
El barullo en el bar restaurante Venecia venía de la bancada popular a cuyo frente figuraban los figurones que dan trabajo. Estaba el contratista que llamaba en el mostrador con el mando del X5 y estaba el brocha gorda que le extendía su mano de trementina. Estaba el chapuzas portugués, capataz y capaz de reunir en un momento dado a siete machacas sin papeles de mirada torva y clandestina. Los manchurrones que lucía en el mono delimitaban los campos de su blasón profesional. La peonada apuraba orujos y cigarrillos en la terraza. Al promotor nadie le hacía caso; ni invitaba, ni le invitaban. Tomó la determinación de mudarse al piso piloto a principios de año. No vendía un picaporte desde el gran pufo de 2008. De vez en cuando, se filtraba un rumano de los que instalaban piscinas en un ortodoxo santiamén. Uno de cada dos rumanos en España se llamaba Florín. Florín se hacía a un lado, pedía un café y, antes de ser servido, dejaba unas monedas sobre la barra. Después, muy discretamente, intercambiaba unas palabras con la camarera en la mutua lengua madre. Si levantaba la voz, lo hacía en castellano, porque allí ni la una ni el otro estaban para hacer patria. (sigue)