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Espinas en el flan

Vamos a ver lo que tenemos por aquí para desayunar… ¡¿Nada?! Bajaré a la tienda a por un batido de fresa, una caja de galletas de chocolate rellenas de mermelada de naranja y una lata de mousse de salmón para la gata. Y luego, a pedalear. Hoy me perderé hacia el sur. Hay que aprovechar esta espectacular mañana de primavera londinense. Veamos: el callejero (por si me pierdo), la agenda (para anotar las ocurrencias), algunas libras y el chubasquero. No me extrañaría que al final acabase lloviendo.

   Lo reconozco, me gusta la buena vida. Sencilla, humilde y libre. Sobre todo, libre. Mientras el resto de los okupas se reboza en cerveza, hachís y ronquidos, yo procuro visitar museos y teatros; buscar algún disco de clásica en los baratillos; dejar mis impresiones en los libros de visitas o escuchar a los oradores del parque. También me gustan las escaleras mecánicas del metro, cruzarme como si estuviese en una película con cientos de caras subiendo y bajando en hora punta. Pasear con bastón, visitar galerías. Todo esto hace que mi vida sea la de un solitario. Apenas trato con los demás ibéricos. ¡Claro!, ellos no son refugiados artísticos. Su pretexto para el destierro suele ser el dinero, o bien aprender el idioma, el exceso de tedio, o la falta de mujeres rubias o una pelea familiar; o la política. Los hay hasta escondiéndose de un delito. ¡En fin! Soy el único turista de los alrededores y hoy toca: paseo en bicicleta, brisa en la cara y tomar el sol por las orillas del Támesis.

Los fogones de Babel

   ¡Coño, qué tarde se me ha hecho! En media hora tengo que estar ante el montacargas vaciando restos de comida en el cubo de la basura y metiendo platos y cubiertos en el jodido lavaplatos. Otra tarde currando en el agujero. ¡Maldita cueva!, veinte metros cuadrados de sótano entre fogones y extractores zumbando a todas horas como un abejorro que se te ha colado por la oreja hasta el cerebro. Dos cocineros robotizados, uno de Francia y el otro de Bangladés. El primero es adicto a las media-maratones y a limpiar con agua caliente en pleno invierno su Porche de cuarta mano. El indio, se limita a chapotear por la cocina subido a unos zuecos de color naranja que lo levantan cuatro dedos del suelo, a preparar ancas de rana y a repetir el mismo chiste estúpido cuando coge una barra de embutido y se la pone entre las piernas. Luego están los pinches. El argelino: demacrado, negruzco, con media barba rizada de moro y media sonrisa de lacayo. Dice que tiene un título universitario, pero es un cansino fanático religioso obsesionado por cumplir a rajatabla todos los mandatos de su dios, mosqueándose con cualquiera que pase de su rollo y dispuesto a inmolarse al primer timbrazo. Y, por último, yo.

Sólo tengo dos alegrías en este puñetero trabajo de esclavos: cuando apago los extractores y cuando puteo al argelino.

Trabajamos como bestias. Sobre todo, los pinches. Cuando los camareros y cocineros han terminado su curro a eso de las once, es cuando más platos y mierdas se nos vienen encima. Limpiar y ordenar las cámaras, desengrasar los hornos y fogones, retirar las parrillas para limpiar las salpicaduras de las paredes, limpiar platos, tazas, cubiertos y cacharros, recoger todos los trastos de la cocina, sacar la basura a los contenedores… ¡No se acaba nunca! A la una, más o menos, me subo a la bici y tiro para el squat atravesando media ciudad, llueva o truene, y con un buen trozo de tarta que he chorizado bien sujeto a la parrilla de la bici. Sólo tengo dos alegrías en este puñetero trabajo de esclavos: cuando apago los extractores y cuando puteo al argelino.

Jamón York del barato

El lunes pasado le lié una buena. Los pinches solemos prepararnos algo para comer a media tarde. Suele ser una ensalada que nos arreglamos picando ingredientes de los boles que tenemos preparados para que los cocineros no pierdan tiempo. Cebollas, tomate, huevos duros, lechuga, queso, patatas, champis, un poco de todo. El argelino es muy desconfiado, pero en aquel momento estaba ocupado pelando una caja de calabacines y me pidió que me encargase también de su ensalada, advirtiéndome de que por nada del mundo se me ocurriese aliñarla. Eso lo hago yo. La sola idea de una gotita de vinagre de vino salpicándole la comida le hubiese llevado de cabeza a los infiernos.

Que si te gusta el jamón, porque a mí sí, y he echado un poco en las ensaladas.

Saltó como un tigre hacia el fregadero y se metió, primero los dedos, y luego la mano entera hasta el fondo de la boca rugiendo y vomitando todo lo que tenía dentro mientras gritaba ¡perdón! ¡perdóname! ¡Jodido cruzado!

   Fue después de comer, cuando se rascaba la tripa para soltar su típico regüeldo y repetir otra de sus oraciones de agradecimiento y venganza, cuando empecé a hacerme el despistado y le largué un y a ti te gusta el jamón de york. ¿Cómo? Que si te gusta el jamón, porque a mí sí, y he echado un poco en las ensaladas. Las mejora. Pues sí, también en la tuya, pero poco. Saltó como un tigre hacia el fregadero y se metió, primero los dedos, y luego la mano entera hasta el fondo de la boca rugiendo y vomitando todo lo que tenía dentro mientras gritaba ¡perdón! ¡perdóname! ¡Jodido cruzado! ¡Maldito hereje! ¿Qué va a ser de mí? Le dejé cinco minutos muriéndose en voz alta (tenía escondida bajo el mandil la maza de aplanar las chuletas, por si las moscas) y cuando ya me pareció suficiente la putada, empecé a consolarle. ¡Que no, bobo, que no! Que ha sido una broma. ¡Cómo te has puesto por una hebra de jamón de York! ¡Y del barato! Era otra broma. ¡La última! ¡Te prometo que es la última! La ronquera y el mosqueo le duraron hasta el día de cobro. Pasado el tiempo, cuando ya había regresado a su país, le mandé, a través de terceros, una carta sin remite. Le pedía cínicamente disculpas, informándole de que su cuerpo ya no era un templo, que sus células estaban engordadas con el pecado, un pecado del que incluso había disfrutado y con el que se había relamido. Todas las ensaladas que te preparé, llevaban cerdo. ¡Cómo te gustaba untar el pan!

   Dejé la tarta sobre la mesa, y antes de que saliesen los zombis a dar cuenta de ella, me eché la bici al hombro y subí al piso de arriba: ¡mi torre de marfil! La gata me recibió rozándose contra mis piernas y emitiendo sus acostumbrados maullidos lastimeros. Toma, princesa. No me he olvidado de ti. Una ducha caliente, las suites para violonchelo de Bach y un whisky con hielo mientras leía la Divina Comedia aguardando la llegada del sueño. Mañana me toca museo, chistera y bastón. Paseo con migas para los cisnes de Hyde Park, y cumplir con la hija del dueño del restaurante.


Espinas en el flan por Texto y fotos: Juan A. Díaz Iraeta se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en adesmano.media.

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