Soledad, tienes nombre de mujer (pero por poco tiempo)

Puedo estar apartado, mas no ausente;
y en soledad, no solo; pues delante
asiste el corazón, que arde constante
en la pasión, que siempre está presente.
El que sabe estar solo entre la gente,
se sabe solo acompañar: que amante,
la membranza de aquel bello semblante
a la imaginación se le consiente.
(Francisco de Quevedo)
La soledad amigable es una experiencia que debe ser compartida con quienes la desconocen o no pueden con ella. Es necesario que sepan lo que se pierden. Naturalmente, este es un tema sobre el que han reflexionado muchos creadores, entre ellos Dios, que creó el mundo en siete días, solo, sin convocar asamblea constituyente de ángeles. Existen opiniones encontradas. Mientras que Sartre opinaba que si te sientes en soledad cuando estás solo, es que estás en mala compañía, su compatriota Paul Valéry eliminaba la proposición condicional: Un home seúl est toujours en mauvaise compagnie. Las hay definitorias (pese a la pobre formulación): La soledad es el imperio de la conciencia (Gustavo Adolfo Bécquer) y, también, orientativas: En la soledad no se encuentra más que lo que a la soledad se lleva (Juan Ramón Jiménez). Arthur Schopenhauer nos clavaba en la siguiente contrariedad: El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad.
No entiendo la afirmación de Valéry. Tal vez, pensó y escribió toda su producción literaria en parques, plazas y cafés concurridos o, tal vez, tenía un concepto demoníaco de sí mismo.
Al margen de que la Religión, la Filosofía y la Ciencia coincidan en definirnos como seres no afines a la soledad, es evidente que no nacemos hechos a ella y que antes se la considera castigo que privilegio. Si el tal castigo resulta de una elección, se le llama ascesis. Seamos ascéticos, entonces, pero a tiempo parcial y dando fe al resto, porque de otra forma la profesión del asceta sólo aprovecha al asceta, que es como decir a nadie o a Ulises, que se presentó con ese nombre al Cíclope y a quien, no obstante ser Nadie, Homero dedicó un canto imperecedero.
La soledad más sola es la soledad de la negrura y el silencio. Luego está la soledad de los anacoretas en el desierto, la soledad en la montaña, en el bosque, en el campo, en la parada del autobús nocturno que no para si te quedas dormido; la soledad del octogenario que habita en un álbum de cachivaches familiares, la de quien se queda sin batería en el coche y el teléfono en la provincia de Teruel, y así hasta la soledad del ascensor que se para en entreplanta, la soledad donde sólo se escucha el segundero de un reloj y la soledad en el juego del escondite, aquí mayor en el ganador que en los perdedores. Yo he sido un fino estilista del escondite y recuerdo ocasiones en que al salir del cubo de la basura o al regresar de mi ocultación en el horizonte (luego, decían: no se vale esconderse en otro barrio) todos mis amigos estaban merendando en casa o se había hecho de noche.
La soledad es fértil, por citar una condición, cuando hay seguridad. Y es fértil gracias a que tu propia naturaleza se rebela contra ella. Porque no estás hecho para la soledad, la Naturaleza te busca amigos y te permite hablarte en primera persona del plural. Aparece tu conciencia como amigo o enemigo más cercano. Si la tuviste amordazada, se explayará. Un niño en la cuna, en la alfombra, en el suelo de la calle o de bruces sobre la hierba de una campa, solo, con sus juegos, es una bendición de la vida. Con esto, quiero decir que respetéis la soledad de los niños a solas. Quien no estuvo nunca o apenas solo lo suficiente no entenderá de qué estoy hablando. En la soledad humana fértil despiertan los sueños, los mudos conversan, se juega al intercambio de papeles con todo lo animado e inanimado.

Compañeros muebles
Hay tantas soledades como solitarios y tantas como lugares en donde la presencia corpórea llega a ser algo dudoso, algo como una mancha diluida en el paisaje o un mimbre de aire. Sobre todas y cada una de las soledades temporales o episódicas reina la soledad existencial, que tiene Virgen en el cielo, y que en nosotros se manifiesta con mayor o menor intensidad, según la experiencia que tengamos de ella, por medio de un aura, una especie de anillo saturnal que nos rodea y en el que orbitan hechos arenilla de calcetín los restos de nuestros naufragios personales. No se va, siempre está viniendo y se afianza por más que uno ventile el alma entre la gente. La masa silencio/ruido de la soledad existencial oscila entre la radiación de fondo, que captan y amplifican sólo los aparatos sofisticados, y lo que un náufrago puede sentir en medio de una galerna aferrado a la borda de un esquife. Es una deriva que lleva rumbo desconocido, pero rumbo, una odisea homérica prefijada por los dioses que todo lo lían.
Mi soledad existencial tiene circunstancias curiosas. Tiene, por citar una, cincuenta casas habitadas por toda la geografía ibérica e insular, que a mí me parece la gira de un circo nómada que no sabe a dónde va, ni si volverá. Cincuenta casas de alquiler nunca mías, que no lo extraño, pues nunca del todo mías fueron las casas de mis padres, abuelos, tíos, primos y parientes donde alguna vez se plantó un circo para mí. Siempre que puedo las amueblo, jugando al mismo juego, con muebles que nunca estrené. Rebusco en los anticuarios como en la perrera buscan otros su animal de familia. Los elijo de una manera instintiva; en cierta forma, necesito que me suenen de algo. ¿Alguien duda de que las cosas inanimadas suenen, o que puedan llevar partituras escritas a punzón, o que tengan timbre de voz? Los muebles viejos tienen la experiencia de la edad, como todo; están escritos en la lengua común de los recuerdos. Que haya quien los prefiere de vida nueva lo sé, sobre todo por escrúpulo. Saben que serán depositarios de sus torpezas o de sus berretes o de sus mudanzas; y quién los leerá, a fin de cuentas, si son baratos, todos de colesterol, artritis y cardiopatía; muebles de ridícula herencia, muebles de horno crematorio.

La muerte siempre nos interroga, con más apremio cuanto más cercano es su aliento hueco. El mal invisible que mira por nosotros nos acusa, esto también siempre ha sido así.
Como un cojo se apoya en otro cojo para andar entre los dos con tres piernas, así sucede cuando coinciden dos solitarios del amor imposible, que es el que más calienta la cabeza y, también, el más eficiente, pues arde a nada que lo respires. Estamos ante un amor que va y viene por carta y que, respecto al amor verdadero, es un amor entre paréntesis. Los amantes ni se tienen, ni se sostienen. Por más entretejidos que sientan sus pensamientos, por mejor que tracen sus emociones las palabras, la gramática y la tipografía, no serán pareja del otro, si acaso pareja de enajenados, o de esotéricos, cada cual en su gabinete abierta la sesión, como orates líricos que reproducen los escritos del más allá balbuceando psicofonías.
I
Han transcurrido muchos años y todavía hoy sigo sin encontrar respuestas que terminen de convencerme. La muerte siempre nos interroga, con más apremio cuanto más cercano es su aliento hueco. El mal invisible que mira por nosotros nos acusa, esto también siempre ha sido así. Los herederos de Adán y Eva aprenden que la muerte es la consecuencia del pecado original; de aquella culpa, esta condena. Luego Caín mató a Abel y se inventaron la fecha, el lugar, el modo de la muerte, su brazo ejecutor y los testigos; en la magistratura, Dios omnisciente. La culpa se extendió a todas esas circunstancias y personas, y no falta quien les añade una culpa final, la del Creador, que al término de los tiempos restañará Él mismo en la ceremonia de la resurrección.
Pasaron los milenios como se pasan las hojas papel biblia de las Sagradas Escrituras – con un poco de dentera- y en esto aparece un hombre investido así mismo de profeta, rey sacrificial e hijo de Dios, con una idea tan intrépida como temeraria: Borrar la culpa del pecado original y, de paso, las derivadas. Se borra la culpa – la culpa es una entelequia – pero no se suprime el castigo, sencillamente, porque no puede hacerlo. Es tan hijo de Dios como cualquier otro hijo de vecino de la época. Su idea proporciona tan sólo un atenuante a la condena capital. Este hombre, el Cristo, asume toda la responsabilidad de lo ocurrido en el Paraíso y muere en víctima expiatoria participando la convicción de que la muerte terrenal es muerte aparente, porque después la justicia divina deparará la resurrección y una vida eterna a los justos. (La fé es el mineral de la convicción. De su naturaleza depurada la alquimia extrae desde el noble metal de la esperanza hasta las prosaicas aleaciones de la estadística). A partir de aquí, la doctrina se complica respecto al perdón y pena de las culpas accesorias – fecha, lugar, modo, ejecutor y testigos -. Pueden, si lo consideran necesario, proseguir su estudio por cuenta propia. Dos máximas señalan los dos caminos que se bifurcan del Derecho Natural: Doctores tiene la Santa Madre Iglesia y A Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César.
Más cerca de Dios que del César, creo, están las dudas de mi ignorancia. Aún no tengo decidido si soy culpable, si mi modo de amar lo fue, si fui cómplice, testigo de cargo o testigo al azar. Recuerdo ciertas fechas y lugares, y algunos de los hechos que sucedieron en ellas. Tengo un principio y tengo un final, hasta ahí llego. De todo lo que estuvo a mi alcance, la mayor parte sucedió por escrito.