La pálida belleza

La Georgieva
Los espabilados de DHL pagaban una cantidad fija por recogida – 2,30 euros – fuera una carta o cuarenta paquetes de hasta veinticinco kilos por bulto. Aquí eran cuarenta paquetes de media. Hacía tres o cuatro viajes al furgón empujando el carrito con el cuerpo y sosteniendo con una de las dos manos las cajas que sobresalían por encima de mi cabeza. Pocas veces tenían preparado el cargamento a su hora, me hacían esperar y desesperar. Ellas – eran todo chicas, menos el jefe – terminaban su jornada conmigo, pero yo no, lo cual resultaba intrascendente porque tenía que hacerles el fin de fiesta, y ofrecer un bis como si fuera Antonio Canales y, entre tanto, el caletre me zumbaba calculando tiempos, atascos y atajos para llegar al aeropuerto y descargar antes de que cerrara compuertas el avión. Los chicos de logística y el jefe de plataforma llamaban casi todas las tardes para darme ánimos: ¿Por dónde andas? Estoy atascado en la Cuesta de San Vicente. ¿Cuánto te queda? Quince minutos en modo helicóptero. Pues, písale. Estamos todos en la nave esperando por ti.
Me hacían esperar. La recogida de las chicas, que servían bisutería a toda España bajo pedido en línea, suponía media hora de espera por término medio. A ellas les parecía poco. ¡¿Poco?! exclamaba yo tomando aire. La ansiedad me cortaba la respiración. Y añadía: Cielo, yo en media hora recorro mi código postal de cabo a rabo dejando o recogiendo paquetes en diez direcciones, contesto al teléfono, anoto nuevas recogidas y toco el claxon a los semáforos en rojo. Tienes que dedicarle quince o veinte minutos por la mañana y otros tantos por la tarde al mindfullness, me aconsejaba una amiga hipertensa. ¿Al qué carajo? El mindfullness, otra burra de reventa. El mindfullness es meditación hindú a granel envasada en los EEUU y distribuida bajo patente de corso por gurús con traje y corbata. Dame tiempo o dame anfetaminas. A mí lo único que me funcionaba era la estimulación sexual del efecto mirón. La narrativa amorosa que uno mismo rumia bajo la cháchara mental del miedo a todo ayuda a hacer hogar en tierra extraña.
L. Georgieva era doña mandamás, dejando al jefe aparte, la más guapa y la mejor vestida. Lucía vaqueros de licra, faldas cortas y unas piernas bonitas que se manchaban de colorado con los roces; melena dorada de cabellos finos agrupados en mechones, y ojos más o menos verdes o azules según fuera el tono dominante de la blusa. Era una chica que cambiaba de color. Les pasa a las pieles muy blancas, tienen más recorrido de tonos que las morenas. Su belleza bajo el esplendoroso cielo madrileño de partículas contaminantes claudicaba entre mayo y agosto, fechas en que su cuero de ave tornasolaba al naranja.
Cambió la estampita por otra donde aparecía un buen mozo rubicundo, que también mudaría de color en el hemisferio Sur, y que en verano haría juego con el naranja de los Hare Krisna y con ella.
Siempre que la Georgieva, y no otra, abría la puerta, era para enterarme de que las había cogido en bragas con la mitad de los paquetes por hacer. Pedía perdón, braceaba aspavientos de disculpa, sonreía y se inclinaba con pasos de contradanza queriendo, quizás, no sobresalir en estatura, y a mí se me desdibujaba el enfado, y reparaba en el botón suelto del escote más allá de lo prudente, un botón como avergonzado de ser él sin ojal, y le miraba estupefacto de abajo a arriba para, finalmente, sonreírle rendido a sus encantos. Me había irrigado de fantasía. Entonces, sumiso, aceptaba sentarme y esperar. Luego, cada cinco minutos, salía presurosa del almacén y volvía a entrar dejando escorzos de pasarela, y cada diez, se aproximaba con maniobras de reanimación a darme un poco de palique.
Firmaba L. Georgieva. Desplegué la antena durante los primeros días esperando que alguna de sus compañeras pronunciara su nombre, pero no hubo forma. Se lo pregunté directamente: Lilianne. No dijo Puedes llamarme Lili, que era la forma abreviada que mi oído no había conseguido descifrar. Carecía de importancia. Me gusta pronunciar los nombres completos cuando su sonido o su significado me transmiten algo. Lilianne, lilium, lirio: qué podría objetarle a esta voz la piel delicada y blanca de un alma violeta. El nombre original sin menoscabos, particularmente el compuesto, es también el que escuchamos a las madres o al juez: Fulanita de tal, póngase en pie. Extraña escucharlo en boca nueva, lo sé, y me divierte pronunciarlo atento a las resonancias que provocará en el rostro de la persona concernida. Si ésta no espera a que adquieras la costumbre y te ruega por favor que le llames por su nombre coloquial, no concluyas que simpatiza contigo, puede ser un político.
Con la llave del nombre en mi poder busqué en un conocido reservorio de imbecilidades sociales el perfil de la Georgieva. Dos mujeres deslumbraban en la foto junto a Lilianne, probablemente, su madre y su hermana. No me atreví a preguntarle, pero en cambio le envié una solicitud de amistad que ignoró. Cambió la estampita por otra donde aparecía un buen mozo rubicundo, que también mudaría de color en el hemisferio Sur, y que en verano haría juego con el naranja de los Hare Krisna y con ella.
Rompimos. Las tornas se volvieron. Dejé de ir a perder el tiempo en los sillones de Princesa, 25, 4° planta. Ahora, llamaba antes de pasarme. Aprendieron a preparar los paquetes a su debido tiempo, preferentemente los viernes, pero no fue por diligencia o porque decidieran evitar la admisión de pedidos a última hora. Decayó el amor y decayó el negocio. A veces, pasan estas cosas. Yo había encontrado otra pálida de la que enamorarme, y la empresa de Georgieva perdió a Uno de 50, la franquicia que les daba de comer. (sigue)