La pálida belleza

Cita en la peluquería
Vivía más horas en el código 8 que en mi propio barrio y que en mi propia casa. Vivía, porque aun sin vivir en mí me veían a ratos y a diario en un número nada despreciable de casas, oficinas, tiendas y talleres del distrito. Hacía mis compras de fruta, verduras, tabaco, dulces y, eventualmente, ropa en establecimientos donde se me conocía, además de como mensajero, como cliente regular. Era fijo en una cafetería de la calle Quintana, y eventual en varias, porque la hora del café que para los demás era la de la comida o cualquier otra podía llegarme hoy en esta cuadra, y mañana en aquel establo. La hora de la comida no era para comer, sino para correr. Mi amiga hipertensa la hubiera empleado en comerse un sándwich y hacer mindfullness, pero así no se baja barriga. Los deportistas del código 8 corremos por el Parque del Oeste, un ámbito relacional de censo aparte poblado en las horas del día por cotorras, perros de paseo, jardineros, descuideros, estudiantes, drogadictos de la metadona, enamoraditos, fiestas de cumpleaños, turistas de la Guerra Civil, practicantes de la cuerda floja y no sé si me olvido de algún otro tipo humano que merezca mención.
Vivía, pero también trabajaba, lo cual otorga un estatus comunitario, por más que el mío, entre tanta gente distinguida, no diera para salir de la condición servil o, si prefieren, del sector servicios, que suena más a convenio colectivo y a oportunidades de ascenso. Las chicas de servicio, por ejemplo, que te abren por la puerta de servicio, después de que el portero te indicara que tomaras el ascensor de servicio, hacían causa común conmigo; las secretarias de recepción que obran de chicas para todo en ciertas oficinas, también, dicho sea de paso.
Otra actividad periódica que tipifica al vecino de una comunidad es la visita al peluquero. A veces, se piensa que los varones van a la peluquería como a la farmacia, y que por eso eligen la más cercana; o que los parroquianos se hacen según sea la conversación del barbero, habitualmente profusa y sesgada a favor o en contra del Gobierno, del Real Madrid o del Atlético o del Barcelona. A mí que no me hablen, ni que me hagan hablar. Cuando caigo en el sillón, quiero que respeten mi descanso. No me gusta elegir peluquería al tuntún. Antes, merodeo entre las disponibles y miro desde el otro lado de la cristalera el pelaje de los clientes, los guardapolvos que les abrochan en el cogote, si la puerta está abierta al ruido mundano o cerrada por climatización, y me fijo en los operarios, particularmente, en sus manos. Por anteponer la urgencia al cuidado he caído bajo manazas de tipos que en el pasado siglo daban garrote. La barbería tradicional que en el Madrid de los dos miles pareció revitalizarse con la llegada de esquiladores peruanos y de magrebíes que cortaban el pelo en el zoco, mejores en el manejo de la navaja barbera y de la tijera, pero parcos en estilismo – cráneos de futbolistas y de alumnos de madrasa, no les sacabas de ahí -, me resulta demasiado masculina. Siempre he preferido las peluqueras, como mi padre, pero evito las franquicias que explotan a principiantas y prejubiladas. Ver a una de estas mujeres que trabajan a destajo con una navaja en las manos camino del perfil de tu patilla o de tu cogote de pollo me causa mucho desasosiego.
Los dos supimos, uno por el otro, que nuestros trabajos no nos daban para vivir otra vida que la del trabajo, y que por esa desilusión estábamos en tránsito.
No quiero hacerles un lío repasando las consideraciones que me llevaron a elegir precisamente aquella peluquería y no otra de cuantas conocía en mi código de reparto. Creo que fue la frialdad algo soberbia, algo de elegancia mal pagada, de la pálida Virginia lo que me prendó en un primer momento. Tenía planta de junco en maceta de zuecos, y una sonrisa triste y subacuática. El cristal del escaparate que le separaba de mi observación acentuaba estos rasgos. La mirada al través de este mineral tan particular sugiere metáforas que me agradan. El cristal promueve y justifica el deseo legítimo de quien mira desde afuera, es permeable al pudor o a la desvergüenza, pero no a los olores, ni al ruido, y resulta eficaz frente a las amenazas.
Paraba mucho a la puerta de su peluquería, en la calle Evaristo San Miguel. Aprendí a mostrarme discreto no invadiendo la superficie de la fachada con el furgón, y evitando mirarle como un felino con prismáticos. Virginia vestía uniforme, pantalón mandarín y blusa de cuello cortado negros, sueltos, de un tafetán sintético que con el movimiento transmitía personalidad. El rostro agudo, pálido, los ojos de miel, la mirada desde la costa marcando aguas jurisdiccionales, y una larga melena de ondas roja pimentón de la Vera, auténtica enseña territorial, el pábilo llameante de una vela que colgara como la mecha de un cartucho de dinamita. Estoy seguro de que sin ella sería otra persona. Sin uniforme lo era, porque el hábito y su oficio los colgaba de una percha a un tiempo, y procuraba desconocer por la calle las cabezas que había peinado, y las partes de su cuerpo no indecentes que ocultaba en el salón las mostraba cuando salía al siglo, bien que oprimidas bajo ajustadas prendas, una estratagema estética que atrae a los libertadores como la miel al oso, y que extremaba en verano exhibiendo desnudos parciales de los hombros y del vientre, éste último asombroso: ¿Cómo podría entrar un estómago allí? Me hubiera gustado agitar ese talle como hacía con los álamos tiernos de zagal, que al cimbrearlos las hojas movían ráfagas de aire.
Pasaron varios meses a corte de pelo por luna antes de que me otorgara la confianza de conversar, yo sobrealzado en el sillón giratorio y ella en su estatura vestal abriendo el pico de las tijeras o dejando ver silenciosamente un tatuaje caligráfico que llevaba en la parte posterior del antebrazo y que nunca descifré. Hablábamos poco, pero callábamos mucho. El silencio también hace conversación cuando todos los sentidos permanecen atentos a lo que se dijo y a lo que no. Algunas veces tuvo ocasión de dispensarme un trato preferente a la hora de adjudicarse mi turno o la labor del lavado de pelo, y la aprovechó, pero puso cuidado en que las desaprovechadas dictaran la norma. Los dos supimos, uno por el otro, que nuestros trabajos no nos daban para vivir otra vida que la del trabajo, y que por esa desilusión estábamos en tránsito. Aunque paraba sin falta todos los laborables a la entrada de su trabajo, un día lo dejaría de hacer y, antes o después, ella dejaría de dar la vuelta al cartelito de abierto/cerrado.
Mis pasos por la ruta del 8 sumaban una media de catorce kilómetros diarios, cada luna llena trescientos, trescientos noventa y un mil pasos. Virginia y yo daríamos juntos apenas quince en la peluquería. Pero antes de esos quince daba unos cuantos miles de faena esperando la hora de la cita, y otros tantos después con el corte de pelo y el reflejo de su figura a mi espalda en las cristaleras del camino. Durante los anteriores sentía emoción, acicate, y a lo largo de los posteriores una dulce melancolía enredada en El nacimiento de Venus, de Sandro Botticelli, que la sustituía en mi representación mental según el soplo de las horas y los días iba difuminando sus contornos. Las horas previas eran las mejores, las más entretenidas, pues lograba intercambiar la fatiga de las prisas por la prisa emocionante de llegar a la hora en punto, y para ello ordenaba el recorrido de entregas y recogidas que era preciso cumplir o posible adelantar con un algoritmo hecho de probabilidades a ojo y corazón. (sigue)