La pálida belleza

Pintan copas en Ferraz
Bajo por la calle Quintana hasta la intersección con Ferraz y tuerzo a la derecha por esta última. Desde el semáforo en rojo que regula el paso de vehículos y peatones entre Ferraz y Marqués de Urquijo veo una agitación de cámaras de vídeo y de micrófonos protegidos contra la maraca del aire alrededor del número 70, la sede del PSOE. La anchura de la acera es incapaz de contenerlos a todos y, mal que bien, parecen organizarse. Los que llegaron primero, primera fila; los que llegan segundos, como no son nuevos, se colocan detrás sobre gradas traídas de casa para tal propósito; y los que han de preparar la conexión en directo toman el plano largo desde la acera de enfrente junto a sus correspondientes redactoras; la que ya acordó con el cámara salir al aire en plano medio no necesita dar explicaciones a nadie de porqué va tan mal vestida de cintura para abajo, y la que se retoca la pintura de labios, los frunce y con lo que le sobró en el dedo se aplica colorete en la palidez de los pómulos, porque hoy es el Día Mundial de las pálidas, lleva un escabel oculto al plano americano que realzará su corta estatura ante los telespectadores.
Allí faltaba yo. Suponía cuál era el motivo del revuelo. Acostumbro a estar bien informado de lo que informan los media y en aquel entonces era portador habitual de informaciones bajo sobre dirigidas a los miembros y miembras de la ejecutiva socialista, en funciones desde que Pedro Sánchez, el defenestrado, resultara elegido nuevamente secretario general, esta vez por la militancia. Se esperaba que Aída Álvarez le cantara el Ritorna vincitor al entrar en la sede del partido conmemorando la dimisión de su cargo en la ejecutiva federal tras ser desautorizado por los dirigentes históricos, y la renuncia a su escaño en la Cámara Baja que le llevó de mano en mano por todas y cada una de las agrupaciones regionales del Estado.
Dejé el furgón un poco más allá de la zona de seguridad y corrí a buscarme una perspectiva entre la salida del garaje y la entrada a la sede con la cámara del teléfono activada. ¿Es por Pedro Sánchez?, pregunté a la redactora pálida. Acaba de entrar su coche en el garaje. Ahora, a ver lo que tarda, y si va a entrar por la calle o no. Llevamos toda la mañana esperando. Tranquila, mujer, ya verás como aparece. Pedro Sánchez hoy no se quita de hacer el paseillo delante de todas las televisiones de España.
Me fijé en unas señoras de orondo contorno vestidas como visten las señoras de una agrupación provincial. Acababan de desdoblar y sostenían entre dos una sábana de cuna con ribetes azules y este rótulo: ¡Pedro, ahora a la Moncloa! El trayecto entre la salida del garaje y la entrada a la sede era corto y se hizo corto. Casi me emociono. Hubo vítores, aplausos. Pedro Sánchez y José Luis Ábalos, el maestro delfín, estrecharon manos y agradecieron las muestras de cariño sin detenerse a hacer declaraciones en una atronadora, pero humilde demostración de compostura política. Saqué fotos y tiré para adelante, pintaban copas. Tenía que recuperar el tiempo perdido.
Por asombroso que parezca, encontré plaza libre en un carga y descarga frente al número 55 de Ferraz, mi siguiente destino. Entré propulsado por un cohete en el portal dispuesto a salvar las cuatro escaleras de acceso al ascensor de un salto, hecho un campeón. Un momento, por favor, escucho a mis espaldas. Pensé que el portero me iba a llamar la atención por irrumpir en el inmueble infundiendo pánico al respetable reuma de algún vecino. Ahora no puede subir. Me vuelvo y desciendo uno a uno los cuatro escalones en un gesto igualitario, porque desde arriba sacaba la cabeza, sólo la cabeza, a un par de bigardos vestidos con trajes azul marino y un pinganillo en el oído. Tiene que esperar, hay una autoridad en el edificio. Somos los escoltas. Ah, bien. ¿Saben si tiene para mucho? Puedo ir a hacer otras entregas y volver después. No lo sabemos.
Él llama a la casa desde su centralita, canta el recado y una caribeña ataviada con uno de esos vestidos de sirvienta a los que la panza da vuelo (…) baja a recoger lo que sea.
La curiosidad obliga. Aquellos dos ignoraban que debajo de mi uniforme bullía un periodista hecho jirones y un escritor en fundición. ¿Y quién es? Lo siento, es confidencial. Justo en ese instante, sale del ascensor el expresidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero bajo el antifaz de unas gafas de sol modelo Falcon. Supuse que volvía de un bufete al que yo mismo llevaba correspondencia esa mañana. Me hice a un lado. Perdón, pase, por favor. Gracias. El señor Rodríguez Zapatero no había perdido su talante. Afuera les esperaba una berlina oficial de color oscuro con los cristales ahumados. Llamó mi atención la emisora de radio autónoma en el borde del salpicadero. El guardaespaldas que se sentó delante habló por ella: Salimos ahora.
A la vuelta de Ferraz hacia Pintor Rosales por el Paseo de Moret, donde siempre encuentro un sitio libre para aparcar en zona azul, frente a una pequeña gasolinera de dos surtidores, la única del distrito, paro para entregar un contra reembolso de ropa comprada por internet. Estoy en zona señorial. Aquí, los balcones disfrutan de una panorámica de pinos, el brazo oriental del parque intercalado entre el Arco de la Victoria, el Faro de Moncloa y las facultades universitarias de la Complutense. Rara vez he subido sin pasar por el filtro del conserje a los pisos de este inmueble. Él llama a la casa desde su centralita, canta el recado y una caribeña ataviada con uno de esos vestidos de sirvienta a los que la panza da vuelo, – encajes básicos de volante en las bocamangas y el dobladillo, mandil y cintura con lazada por la espalda – baja a recoger lo que sea.
La sirvienta se toma su tiempo. El mismo reloj que juega a su favor, juega en mi contra. Son estas las ocasiones en que choca el concepto de destajo con el de jornal. Pero esta vez la señora estaba ausente y a la chica no le habían dejado dinero. No te preocupes, me tranquiliza el conserje, un hombre mayor que sabe aliviar mi impaciencia untándome de bonhomía. El marido está aquí, en la oficina. Llama a esa puerta. Buenos días, traigo un paquete para la señora De Ocón. Tiene un contra reembolso de veintinueve con ochenta euros. ¿Qué es? Parece ropa, lo envía Zalando. Un momento. La secretaria desaparece tras una puerta que deja entreabierta. Señor marqués, es un paquete para la señora; son veintinueve con ochenta euros. Pregúntale si tiene cambio de cien. Sí, respondo a la secretaria, que ha vuelto a asomarse, pero sólo en billetes. Le cambio los cien machacantes. El señor marqués le pide dos euros a la señorita y la señorita me extiende un billete de veinte, uno de cinco, cuatro monedas de euro, una de cincuenta céntimos, y el resto lo ajusta con chapines de a cinco. A sus pies, señor marqués.
El ascensor es un ataúd vertical con calvicie de terciopelo y un banquito almohadillado para descansar, porque da tiempo. La caja golpea el hueco del ascensor cuando dejo caer la espalda derrengado.
Al doblar la calle, en el último número par de Pintor Rosales, cuarta planta, tengo una recogida periódica. Se me ensombrece el semblante en cuanto diviso el coche de la policía apostado mañana, tarde y noche frente a la entrada custodiando al personal de la delegación diplomática de Siria, segundo derecha, permanentemente amenazado a causa de la guerra civil que enfrenta a El Asad contra todos. Sin embargo, la luz me vuelve apenas traspaso el umbral. El atrio y las anchas escaleras de madera noble hasta el último piso, que es el cuarto, están recorridos por gruesas alfombras historiadas que resisten el desgaste del tiempo como lo hace la ancianidad acomodada del vecindario: muchos cuidados y vida regalada.
El ascensor es un ataúd vertical con calvicie de terciopelo y un banquito almohadillado para descansar, porque da tiempo. La caja golpea el hueco del ascensor cuando dejo caer la espalda derrengado. Cierro los ojos y juego a dormir treinta segundos, que es lo que se tarda. Llamo al timbre una sola vez. María Luisa, la ama de llaves, me lo tiene dicho. La casa es muy grande, la cocina está al fondo del todo y tiene que llegar. Ella ya no está para ir al trote, pero que no me apure, porque escucha la campana perfectamente, gracias a Dios. Invariablemente, desde el segundo día, lo encuentro todo preparado, incluido la vieja cartulina que debo utilizar de guarda al escribir el albarán para no estropear más la mesa venerable cubierta de fealdades. Su señora tiene un negocio de exportación en Bolivia. La paquetería que recibe viene de allá y los sobres que le recojo para allá van. Si llego antes de las dos, hora en que se sienta a comer, además de las vueltas del importe, me gratifica con un billete de cinco euros; si llego después, sólo las vueltas.
Entre las bocacalles de Écija y Romero Robledo atravieso la fachada funcional de una cafetería que evoca los postulados constructivistas de Mies van der Rohe, cristales transparentes, marcos y pilares de acero cromado, espacios amplios, claridad, luz y taquígrafos, y camareros de la escuela de la pajarita que sirven con estudiada gestualidad a un sólo cliente: Miguel Sebastián, ministro de Industria, Turismo y Comercio en el gobierno de Zapatero. Le veo sentado a una mesa con el periódico y un rimero de folios al lado de la taza de café con leche. Es un fijo discontinuo de la cafetería. Imagino que para allí siempre que, como hoy, pintan las copas de Heraclio Fournier y del puño socialista en Ferraz, 70. (sigue)