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La pálida belleza

Caras sin motivo aparente

    Se acercan las dos de la tarde. Me quedan cuatro paradas antes de regresar a Evaristo San Miguel, siempre y cuando no reciba órdenes de recogida cercanas. Sigo la ley del movimiento uniformemente acelerado, ya no llego a los lugares, caigo. En el número 38 de Pintor Rosales, entro en un local de oficinas sin llevar escrito de antemano en la PDA el nombre y apellido de la secretaria que me firma la entrega de paquetes. Es un caso insólito. Sólo recuerdo cómo se llama cuando la tengo delante. Y no es ni guapa, ni fea, sino insulsa, otra pálida de palidez acelerada por el pelo largo, lacio y negro. Aguarda sentada a su mesa de recepcionista, indolente y retraída. El tono ambiguo de su conversación trae una lejana afabilidad y lleva un armónico de reproche a quien repartió los encantos dejándole a la espera. Decididamente, sólo sus pechos piden auxilio. Es una chica a la que, en confianza, se le podría decir: Joder, Purita, levanta esa cara, caramba, que sólo con eso levantarás todo lo demás. ¿Qué quieres decir?, respondería. Está acostumbrada a hacerse la tonta. No se conforma con parecerlo. Digo, Purita, que mira que eres tetona. Tienes que hacer algo con eso.

No creo que fuera una de tantas mujeres que ceban el anzuelo con tontuna, supuesta indefensión, aparente baja estima, y un buen culo, en este caso unas tetas para familia numerosa. Pero apostaría a que si tuviera por primera vez un éxito amoroso acodada en esa desidia de espantapájaros, a los cuervos descarados que se posaran sobre ella en adelante les sacaría partido.

    Necesito explicarme, a medida que aumenta mi cansancio y que para seguir de pie boqueo como pez en pecera sucia, el que pide auxilio a cualquier fuente, grifo, botijo de agua fresca o calentorra soy yo. Y si algo me desmotiva mientras atravieso estas pájaras es una cara como la de Pedro Almodóvar saliendo del ascensor de su casa, en el mismo número 38 que la oficina de Purita. Hablo de una cara de circunstancias perpetua, y la circunstancia es encarar a un extraño. Me lo cruzo con cierta frecuencia, en el portal, o paseando por la orilla del Parque del Oeste ocupada por las terrazas de los chiringuitos, o subiendo al cochazo blanco nupcial que le conduce un chófer uniformado. Le veo habitualmente en compañía de su pareja, mucho más joven, guapo y simpático que él, y mucho menos pálido. Lleva del brazo lo que le falta. Almodóvar recibe al extraño como si fuera un enemigo en potencia. Su mirada ladra como ladra el perro maltratado a la cachava de los ancianos, provocando en quien lo ve la incómoda pregunta de si esa frágil senectud merecerá el debido respeto o si acaso el animal estará reconociendo a un antiguo maltratador. Almodóvar sueña con maltratadores y de esos sueños toma apuntes que terminan en los guiones de sus películas. Ya, ni me acuerdo qué entregué, ni a quién en el 38 de Pintor Rosales aquella mañana. Seguramente, se lo dejé al portero. Sí recuerdo que les vi alejarse enfilando proa al teleférico, y que acto seguido entraba en escena Alejandro Amenábar, otro que tal baila.

A Amenábar, el día que se ríe le duele la cara, por las agujetas. Pensaba terminar mi reparto matutino en su ático de la plaza de España. Precisamente hoy podía ser el día señalado para observar un eclipse de luna en su rostro, y que sobre esa palidez funesta brillara el rictus de una sonrisa, porque hoy este mensajero atesoraba un regalo a nombre de Alejandro y de David, un paquete grande, bien que ligero, facturado en Londres con una dedicatoria escrita en hoja de libreta y protegida con celofán: Os deseamos la mayor felicidad, ahora ya como matrimonio. ¡Disfrutad al máximo y quereos mucho! Pero lo dejaría para la tarde. Hubiera sido arriesgado cobrarle la buena nueva con el fastidio de interrumpir su ejercicio físico por el parque del Oeste, que consiste en salir de casa y atravesar montado en una bici de paseo el Templo de Debod, trescientos metros, a continuación se cansa, desmonta y prosigue caminando junto al perro tótem que lo acompaña, un chucho heredero.

    Llegué pues con antelación a lo previsto a mi parada en Evaristo San Miguel. Asomé sólo un poco el morro del furgón al escaparate de la peluquería y me dispuse a esperar hasta las tres de la tarde, hora de apertura vespertina de lunes a jueves. O dormir un rato echado en los asientos, o adelantarme hasta el hotel Melià Princesa donde tenía una recogida sin hora, quizás unas llaves, un teléfono móvil, ropa interior o la medicación de un tratamiento muy caro, cosas que se olvidan porque se quieren olvidar; cosas que la inconsciencia atávica deja a modo de ofrenda votiva en agradecimiento por el milagro de la felicidad; cosas que se olvidan, porque nos olvidamos de nosotros mismos y del objeto que nos representa en determinada facultad o servidumbre; cosas que han sido parte de una merced y que, como parte, sacrificamos a la Providencia.

    Metí a la lotería/y me tocó tu persona/que era lo que yo quería, cantaba Camarón. Aunque parezca que sin jugar, la lotería juega con nosotros, hay que meter a la lotería para que nos toque, y nos toca con más frecuencia de lo que creemos. Lo creeríamos más si no perdiéramos los números y olvidáramos que los perdimos. Olvidamos que jugamos, y el día que no lo olvidamos y nos toca algo la cantidad parece ridícula, pero más ridícula fue la apuesta. Somos muy simples imaginando premios cuando la buena suerte se manifiesta en una elección forzada. Hubiéramos tirado por la derecha, pero a la derecha estaba el camino cortado, luego seguimos por la izquierda.

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