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Camila

El adagietto de Mahler

    Pasaron los meses, y el año y algunos meses más. Camila había perdido el miedo, no del todo la repugnancia, a trabajar. Cambió incluso de trabajo gracias a un soplo que le dio una amiga, aunque a los seis meses volvió al bar de Pedrezuela. Entretanto, su hija había conseguido odiarme menos. Camila seguía tal cual era. Si le llevaba a Galicia para que no perdiera el contacto con sus hermanas, entre ellas se me concedía el trato afable que se da a un chófer, un miembro más, bien que meritorio, del servicio. Conocí a sus maridos. En sus rostros se leía el mismo estatuto que Camila me aplicaba. Pobres mulos resignados. Para mayor condena, ambos tenían hijas adolescentes como única descendencia.

    Hice un último viaje con ella a la boda de mi hijo. Atravesábamos Burgos cuando descubrió que había olvidado el neceser con las pinturas del maquillaje en su chalet de Ciudalcampo, suyo ya de okupa. Me culpó por no haber sido capaz de anticiparme a su despiste y durante los ciento cincuenta kilómetros restantes, puesto que me había negado a regresar a Madrid, mantuvo la amenaza de no acompañarme en la boda. Cada vez que lo recuerdo, recupero la amargura. Me quedó la constancia de cuán violenta se sentía frente al hecho de comparecer junto a mí en un acontecimiento familiar donde cada invitado lo era por su título de parentesco. 

    Las bodas son uno de esos acontecimientos familiares que, pasados unos años, nadie recuerda. Pero ahí están las fotos. Algunas contrayentes, si no fuera porque el traje de novia que guardaron para la nostalgia les sirve de testigo, jurarían que ese día no estaban. A las esposas que mueren cumplidas sus bodas de oro habría que amortajarlas con el traje de novia. Después de cincuenta años, y aún con veinticinco, los trajes de novia, los organdíes, los rasos, se quedan amojamados, por eso lo digo. Recuperé el de mi tía Choni, que murió con 82; doy fé. Estuve dudando entre tirarlo o donarlo a la Legión. Al final, lo tiré.

No lo hacía tanto por mí, que lo tenía claro, como por ella, a quien la independencia le sonaba a Jaguar despeñado por un terraplén.

    Recuerdo con la misma precisión fotográfica el día de mi compromiso con Camila, que el de la ruptura. Estábamos en mi casa. Ella había amanecido optimista y con una sonrisa magnánima me hizo la siguiente confidencia: Amor, he llegado a la conclusión de que quiero irme a vivir contigo. Lo que respondí me salió del alma: Pues yo no.

    La dote de amor incondicional que la Naturaleza había depositado en mi mortal recipiente estaba exhausta. Otra fortuna dilapidada a lo grande. Camila intentó la reconquista, pero mis andrajos pasionales sólo recibían a la compasión. Sentía compasión por ella y por mí mismo, la pena del luto que concede perdón a cambio de un pronto olvido. Todo lo más que podía ofrecerle era unos honrosos funerales. Lo que comenzó con la escena wagneriana de la pasión dopada entre Tristán e Isolde, no se merecía terminar con la escena de la muerte por amor. Busqué alternativas al azar en la cartelera teatral y salió Una luna para los desdichados, adaptación de la última obra importante de Eugene O’Neill, dramaturgo central y premio Nobel estadounidense. Se presentaba en la nave 2 del Matadero reconvertido en centro cultural de la glorieta de Legazpi, una de las salas sucursales del Teatro Español.

Una vez más, elegí sin tener conocimiento previo de la obra. Era un estreno e iba a ciegas, que es la mejor disposición posible cuando vas en busca de un oráculo. No lo hacía tanto por mí, que lo tenía claro, como por ella, a quien la independencia le sonaba a Jaguar despeñado por un terraplén. Como en tantas otras de mis experiencias teatrales en la capital, los actores salvaban al texto y a la dirección. Mercé Pons y Eusebio Poncela conmovieron. La Josie Hogan de Pons, pobre aparcera de los Tyrone, pese a estar enamorada del James Tyrone de Poncela, lo deja marchar resignada ante un destino que había disuelto en el alcohol la capacidad de amar de James.

Dos semanas más tarde, Camila seguía insistiendo. Qué lejos parecían los tiempos en que castigaba con ausencias y silencios mis apasionados ardores por ella. Busqué de nuevo en la cartelera, esta vez tenía que ser un adiós. Y al punto, como a pedir de boca, encontré un concierto matinal de la Orquesta Nacional de España y en el programa la quinta sinfonía de Gustav Mahler, la última de su postromanticismo, la del hermosísimo y mortal adagietto del cuarto movimiento, la música que utilizó Luchino Visconti en su versión de la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia. No sé si ella hallaría consuelo en la partitura o si lo halló en la manera sofisticada de despedirle. A mí me sirvió de ambas maneras.


Camila por Texto y fotos: Jesús Mª Ventosa Pérez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en adesmano.media.

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