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Camila

Acera de Pintor Rosales

    El día de la primera cita, Camila apareció subida a un Jaguar verde hoja. Llevaba unas aparatosas gafas de Prada, ese tipo de gafas que a mí me sugieren una doble finalidad, la de la protección solar y la del aislamiento acústico. Vestía un vaporoso y primaveral vestido con escote recto de Coco Chanel fundamentado en unas sandalias de Manolo Blahnik con tacón cuadrado. En el asiento del copiloto reposaba pasajero un bolso clásico de Louis Vuitton que los chinos falsifican con los ojos cerrados y que el top manta distribuye simulando arduos regateos. Este era auténtico. Camila lo guardaba en casa dentro de una caja de seguridad, poco más o menos.

    Estábamos en la acera de Pintor Rosales sentados en la terraza de una heladería. Yo había aparcado el furgón de reparto en batería mirando al Parque del Oeste. Era un sábado por la tarde. A falta de otro vehículo, utilizaba el furgón también en mis salidas festivas por la ciudad, particularmente si la previsión era regresar a casa de madrugada. Adquirí la envidiable habilidad de encontrar aparcamiento allá donde fuera y de encajar sus casi seis metros de largo en lugares inverosímiles a gusto de todos, particulares y agentes municipales. Recuerdo la sonrisa abierta de Camila al verlo y el impulso de hacer un comentario sarcástico, que reprimió. (No vayamos a joderla, el primer día).

    Es la primera vez que me detengo a hacer memoria de esta relación en una década. Tengo la impresión de volver al diario en que todas aquellas circunstancias quedaron escritas. A medida que repasó sus páginas, descubro detalles perdidos, tan congelados, tan frescos aún en su integridad, que me parece que son de otro y creo experimentarlos de nuevas. Este recordar se me presenta con las trazas de un montaje teatral donde tramoyistas, carpinteros, iluminadores, figurinistas, decoradores, actores, apuntadores, regidor y director levantan la escena uno tras otro sorprendiendo y explicando algo de la obra a los que vienen detrás.

Todas las mujeres de la casa, que con ella hacían cuatro entre mayores y menores, empujaron a favor de la fornicación.

    Camila y yo compartíamos una trastienda común de recuerdos. Los de mi memoria formaban un hatillo precintado con lacre y sello de la falsa moneda (Escuchen a Imperio Argentina). Allá en la terraza lo deshice y, en un gesto de buena y temeraria voluntad, tiré el precinto a la papelera o, si prefieren, me desabroché el cinturón y los botones de la bragueta dispuesto a bajarme los pantalones.

    Quince y veinte años atrás, Camila me había buscado y me había encontrado, por poco tiempo, el tiempo que lleva preparar un polvo y consumar un correté, no el tiempo que riega un suspiro, pues yo nunca había suspirado por ella. Desembocó una lambada de acometidas pélvicas que improvisamos bajo unos soportales del casco viejo bilbaíno – ella abusaba de sus dieciocho años,  y yo pretendía aprovecharme de mis veintisiete – en casa de su hermana mayor, treinta días después, trescientos kilómetros más allá, todavía junto al mar Cantábrico, en una amanecida entre sábanas. Todas las mujeres de la casa, que con ella hacían cuatro entre mayores y menores, empujaron a favor de la fornicación.

    He dicho veintisiete años y mar Cantábrico. No lo remarco, porque pensara embarcarme, en realidad mis viajes siguieron rumbo al sur y tierra adentro hasta que pasé el estrecho, vi lo que había en Melilla y regresé a Bilbao con treinta y un años. Pero, ancha era Castilla y yo aún soñaba con horizontes de grandeza y vidas de novela, no de folletín, que era lo que interpretaba Camila en primera persona. No obstante, en cuanto estuve instalado de nuevo y floreciendo al cargo de un programa socioeducativo para los gitanos de Vizcaya, me volvió a visitar.

Avisó por teléfono, sin preaviso. Hacía aún más tiempo que no hablaba con ella por teléfono que en persona. Viajó en avión desde Madrid a Bilbao, tomó un taxi desde Sondika hasta Azkorri y llamó a la puerta del pequeño caserío en que vivía. ¿Quién es? Voy, está abierto – dije – y entonces fue ella la que entró a recibirme. En el mismo pasillo lanzó al aire un ¡Hola! saltimbanqui y, ante la duda de si debíamos besarnos en la boca o en las mejillas, dejó caer al suelo su vestido de tirantes y flores de Adolfo Domínguez quedando desnuda a excepción de las braguitas. Acto seguido, se desprendió de los tacones de Manolo Blahnik perdiendo altura hasta terminar aterrizando de emergencia en mi cama baserritarra con el camión de los bomberos encima. Como vino, se fue.

A mí, en cuanto que pretendiente, amante o nuevo enamorado, que no me menten el apelativo del ex, porque ese nombre en tu labios sabe a amapola, sabe a amapola de otra finca.

    En la terraza de Pintor Rosales quince años de ausencia nos contemplaban con la debida reciprocidad de nuestra parte. Observándola y escuchándola, yo hacía mis consideraciones colocado en abogado defensor. Pensaba que el hecho de ser madre y el haber llevado una vida acomodada y con responsabilidades empresariales le habrían hecho madurar. Esta vez, no vendría buscando puerto de abrigo en mí, como mucho pantalán para el velero. Volví a interesarme por su situación sentimental y por los términos de su divorcio, que legalmente sólo era separación de mutuo acuerdo. Su ex no vivía en el chalet con ella, le pasaba una pensión alimenticia y pagaba los novecientos euros mensuales más gastos de papelería y de actividades pijas al aire libre que costaba el colegio elitista de la niña, Elisabeth. Elisabeth alternaba entre su padre y su madre, fin de semana sí, fin de semana no, y cuantas veces más quisiera y pudiera el padre, previo acuerdo con la madre. Not problem.

    Camila no hablaba de su ex, hablaba de Fede. La familiaridad fuera de contexto de las exparejas con sus respectivos siempre me ha dado qué pensar y aunque la haya pasado por alto cuando me he visto concernido, admitiéndola como un alarde de conciliación amistosa, los hechos a la postre han confirmado mis prejuicios. A mí, en cuanto que pretendiente, amante o nuevo enamorado, que no me menten el apelativo del ex, porque ese nombre en tu labios sabe a amapola, sabe a amapola de otra finca, atufa a separación no consumada y a propuesta encubierta de cohabitación, que no deseo y que rara vez acaba bien, porque el que se casa, casa quiere. Pero, si ella decía Not problem, yo not problem le fiaría la confianza.

    Esa misma tarde le dije que sí, fíjense lo que les digo, le dije sí. Dentro de mi cabeza, la voz de la conciencia razonaba: Me han convencido tus feromonas, no tus argumentos, pero tan pronto acabó de expresarse democráticamente fue reducida a latigazos eléctricos por las sinapsis cerebrales de Interior ¡En el celo, mando yo! Me había puesto a la altura de sus niveles de testosterona – la hormona de los pelos en el pecho, pero también de la excitación al deseo – y de su deficiente secreción de oxitocina – la hormona del amor y del apego, que en las parturientas se estimula colocándoles al recién nacido encima -, y de las monoaminas que encienden el enamoramiento. En la cabina de mi furgón, no en el Jaguar, nos besamos. Encendí el reproductor de casetes para que sonara la escena de amor de Tristán e Isolda – la tenía preparada, con esto les digo todo – y ella me desabrochó dos botones de la camisa para imponerme sus manos en el pecho. Nos citamos en mi casa para el día siguiente, que era domingo; noche de bodas. (sigue)

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