Camila

Minotauro con bozal
Tienes que ponerte preservativo. Voy a buscarlos, los tengo por ahí. Espera, yo llevo en el bolso. Déjame que te lo ponga. Se daba maña. En un momento me dejó la verga ceñida e irreconocible. Estaba listo para asaltar el banco. La cogí con ganas, llevaba tres años de celibato, que es el tiempo que arbitra mi religión entre un enamoramiento y otro, el equivalente a lo que tarda mi organismo en reparar el gasto de sustancias (y de dinero) que invierto a lo largo del proceso. Yo, en el amor, dilapido todo lo que tengo. Me enamoro como un Romeo y me suicido como Julieta en el último acto. Se me cae la casa encima, cambio de trabajo o me echan, dejo la localidad donde vivía e, incluso, la provincia y vuelvo a empezar de cero, normalmente con números rojos en la cuenta y acreedores pisándome los talones. Naturalmente, cuando me enamoro nada aciago se me representa, no sería un flechazo genuino. Mientras la huerta del sexo sea pródiga en sus frutos (dopamina, serotonina, norepinefrina), siempre encuentro motivos para creer en la eternidad del amor, y quién sabe cómo habrían sido de longevos algunos de mis enlaces, si mi vasopresina de apego y fidelidad, monógama a carta cabal, hubiera sido correspondida en igual medida desde la otra parte.
De Camila me enamoré en cuanto soltaron el freno las cuatro juiciosas razones que trataban de impedirlo, avergonzadas, abucheadas, desde todos los costados del instinto. El Minotauro es el instinto, no atiende a razones, por eso sólo la tauromaquia de un primer espada disfrazado de doncella puede vencerlo. Si lo fatigas nada más, y lo corres, saltas y lo quiebras, al día siguiente volverá bravo y resabiado. Al instinto se le vence en sagrada ceremonia de sacrificio a los dioses, porque suyo es; el precio aparte.
Y sin freno, pero con profiláctico, que es un trasunto de jinete domador, entré en Camila desbocado y al galope derrotando contra las paredes. Ella montaba a pelo clavándome las uñas y abrochándose a mi falo, que no descansó hasta que ella llegó dos veces y yo una, que reunidas hacían tres. Los orgasmos liberan energía. El amante que sabe contenerse mientras su pareja agota el placer que puede conseguir de él, goza lo suyo y lo de ella. O lo padece, si al sacarla descubre que el condón se ha quedado dentro y lo que ello significa. Me lo quería haber dicho antes, cuando me lo puso, pero como estaba tan bravo…, dijo. Parece que la tarde de la charla o trata en Pintor Rosales tampoco fue buen momento. Les persigue una leyenda negra, tú me entiendes, la ignorancia, la peste del siglo XX y parte del XXI. Ya no es como al principio. La mayoría llevamos una vida normal, sin secuelas, sin riesgos… Ahí estaba Fede, perdón, mi ex, que siendo como era de borrico lo había aceptado como de lo más natural, y que el riesgo de contagio era ínfimo, porque su carga viral de ella también lo era. Me tomo únicamente una pastilla diaria. Cada seis meses me hago unos análisis y me pasa consulta mi doctor en el Clínico; y yo, como Fede, con hacerme una analítica al semestre, por seguridad, bastaría. De verdad que lo siento – fingió. Si crees que esto es suficiente para que lo dejemos, lo entenderé. El riesgo es muy bajo, pero existe, por eso conviene tomar precauciones al practicar sexo. Esta vez, espera diez días y ve a que te hagan un análisis de sangre. Diles que es para anticuerpos del VIH. Pasados unos meses, tendrás que repetirlo.
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Íntima y muda comunión
El matrimonio por amor, qué conquista tan reciente, cien, ciento cincuenta años, y hablamos de Occidente, de los países más avanzados y de las zonas urbanas antes que de las rurales. Palabra de la bisabuela Casilda ante un matrimonio de conveniencia: ¡Ay, hija, no le hagas cuentas, que el amor con el tiempo y los hijos llega. Cómo dejar al arbitrio del enamoramiento, que es caprichoso, voluble, irracional, caduco, la comunión entre familias, la crianza estable de unos hijos, la herencia de un negocio, de unas tierras. El adulto experto, sangre de tu sangre, desapasionado, conocedor del percal, decidía. Entre nosotros, hoy sucede exactamente lo contrario.
Por lo que a mí respecta, mi madre, no habiéndolo hecho a los dieciocho, a los veinticinco, a los treinta o a los cuarenta, todavía hoy encontraría argumentos para echarme a un lado y elegir por mí, esta sí, esta mejor no, aquella ni se te ocurra. Pero no estaba, nunca estuvo, y era esta carencia afectiva en el origen lo único verdaderamente importante que compartíamos, sin compartirlo, lo único que íntimamente, lo único que sin palabras, porque cuando ocurrió no las teníamos, nos unía y desunía a la vez. Yo era un exceso de amor romántico y ella un deceso del mismo, ella, una víctima perversa de la perversión matrimonial que maltrata cíclicamente con finales felices secuenciales. Primero, te hago daño y luego te curo; primero, hago que llores para después bromear; te insulto, te humillo, te golpeo, pero cuánto gozamos al final jodiendo. No puedo curarte, divertirte, ni follarte si antes no te zurro de palabra, obra u omisión. Porque te quiero, te maltrato; porque te maltrato, te quiero.
En la cama ganaba gracias a la suavidad de su piel y a un pataleo característico de cervatillo que busca soltarse de su cuidador, porque la naturaleza no le hizo para acomodarse en brazos de nadie.
No vayan a creer que yo andaba en estas reflexiones mientras con el dedo intentaba desincrustar el preservativo, y que no sale, ni mientras Camila acometía la cruda confesión de su lepra, que seguro traía preparada, irrigado de opioides y anfetaminas de cosecha. La avenida del amor había inundado todas mis terminaciones nerviosas, levantaba olas por mis canales sanguíneos y sobre ellas hacían surf alegremente las patrullas de mi sistema inmunitario. Admití el obstáculo del VIH y lo acogí en mi compasión. Me preocupaba más el obstáculo del preservativo. Camila no era un monumento de mujer a la gloria de Venus. Sumando un tanto del pelo trigueño ensortijado, otro tanto del perfil derecho del rostro, otro de la sonrisa, otro de la afectación femenina, otro de la silueta delgada y otro del descaro resultaba una chica resultona. En la cama ganaba gracias a la suavidad de su piel y a un pataleo característico de cervatillo que busca soltarse de su cuidador, porque la naturaleza no le hizo para acomodarse en brazos de nadie.
Separada, pero no sola
Empecé a enfadarme con ella, porque sólo me dejaba verla un fin de semana cada quince días, precisamente aquel en que a la niña se la llevaba su padre al pueblo donde vivían los abuelos y donde él, feliz especulador del ladrillo en los años 2000, se había construido una casa para segunda residencia, confiando en que no fuera la última. Nos enfadábamos por escrito, a través del Messenger y del teclado, es decir, que nos heríamos el nervio auditivo por vía táctil; a ella le hubiera gustado saber que el procedimiento era y es bastante sofisticado. Yo daba gañafones de Mihura delante de la pantalla del ordenador. Más que la separación, me hería su indiferencia ante el ardor o amor de mi deseo. Parecía manejar sus sentimientos con la facilidad de quien manipula un grifo moviéndolo tan pronto a la derecha para el agua caliente, como a la izquierda para el agua fría. Y a mí, que la esperaba como una freidora en ebullición, esa frialdad del grifo a la izquierda me salpicaba de quemaduras. Si le porfiaba, todavía era peor, pues lejos de ablandarle, la enconaba y más me hincaba las espuelas en los ijares y más me desencajaba la boca con el freno para, a la vuelta, castigarme con semanas adicionales gratis de ausencia y de silencio.
Ella descartaba cambiar a un utilitario afirmando sin embozo que sería incapaz de conducir un coche de cambio manual.
En este régimen de separaciones quincenales convivimos dos de los tres años y pico de la relación. Su razón universal se llamaba Elisabeth. Decía que era prematuro entrometer una nueva persona importante entre su madre y ella. Pero había más que ese excesivo cuidado maternal. El padre y la niña estaban muy unidos. Él podía aparecer por la casa de Ciudalcampo cualquier día y a cualquier hora sin avisar, invitarse e incluso quedarse a dormir, en previsión de lo cual Camila le reservaba un armario donde guardaba sus útiles de aseo y ropa suficiente como para no repetir muda en cinco días. Aún compartían una sociedad mercantil con capital avalado en una cuenta a nombre de ambos y en el chalet y en varios coches de alta gama, entre ellos el Jaguar, un BMW y un Mercedes de doscientos cincuenta caballos, que no habían pagado, ni pagarían.
La gran crisis financiera del 2008 seguía cerrando empresas y encausando en lo penal a políticos y especuladores dos años después. Camila se vio forzada a disolver la sociedad limitada de la que era administradora y a liquidar con los quince obreros que trabajaban bajo su denominación. La economía mundial caía en picado. En España, el paro estaba rozando el 24% de la población activa, así y todo Camila consideró de primera necesidad gastarse 6.000 euros en el arreglo del cambio automático del X5, que le embargarían pocos meses después, como si disimulando no estar quebrada la ruina fuera a pasar de largo. Ella descartaba cambiar a un utilitario afirmando sin embozo que sería incapaz de conducir un coche de cambio manual.
Según se precipitaba el desastre aumentaron las ocasiones en que Camila me invitaba a pasar el fin de semana de cada dos en su chalet de Ciudalcampo. Lo habitual era verla llegar los viernes por la tarde a mi adosado de Pedrezuela, sinuosamente, tirando de una maletita de ruedas y sosteniendo un par de perchas con vestidos y chaquetas como mejor no lo haría un perchero. Estos fines de semana practicábamos la vida marital, hacíamos el amor por la mañana, desayunábamos en cafetería, jugábamos al frontón, preparábamos la comida en casa, salíamos a tomar café por las tardes, visitábamos exposiciones de arte en Madrid y por las noches volvíamos a hacer el amor y a desincrustar condones del sagrario. (sigue)