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Camila

Elisabeth

    Llegó el día y la hora de presentarme a Elisabeth, la hija de Camila. Si la primera fase fue drástica en ocultarle cualquier información sobre mi existencia, esta segunda siguió una tendencia de puesta al día gradualmente acelerada. Los tres vivimos un tercer año trepidante. Elisabeth me odió desde el primer día y no quiso ocultarlo. Hacía bien, necesitaba expresarse. Cuando yo llamaba a la puerta del chalet, si abría ella, podían pasar dos cosas; una, que la volviera a cerrar para que su madre acudiera tras los siguientes timbrazos; y dos, que la dejara entreabierta con la cadena echada mientras su madre preguntaba en vano quién es. El silencio llevaba mi nombre.

Aunque adoptaba la precaución de no presentarme empuñando la bolsa de viaje – la dejaba en el furgón hasta la noche -, la bienvenida de Elisabeth solía ser invariablemente la misma: «¿Cuándo te vas?»;  y también: «¿Te vas a quedar a dormir?». Si respondía que sí, se volvía a su madre en busca de explicaciones: «¿Donde va a dormir, mami?». «En el cuarto de arriba, Beth. Si no te pones desagradable, cuando yo suba a darte el beso de buenas noches, te puede contar un cuento. Jaime sabe contar unas historias alucinantes y sin leerlas de ningún libro.» «¡No quiero que me cuente nada! ¿Cuándo se va?» «Mañana» «¿Pero mañana, antes o después de comer?» Mañana, si quieres, Jaime te invita a desayunar en la cafetería de los pasteles». Y a la mañana siguiente se venía conmigo a desayunar para asegurarse de a qué hora me iba a ir y para criticar algo de mi compostura, si mi camisa era chic, si combinaban bien los colores de mi vestimenta, porqué llevaba el pelo siempre pegajoso o si «¿Siempre comes como los cerdos llenándote la boca con el croissant?»

Tenían que lanzar el osito de peluche al aire diciendo ¡Mimosín, te quiero!, que luego, después de montado el anuncio, caía sobre una pila de toallas esponjosas.

    El paso de las semanas y los meses le fueron dulcificando, me admitía en sus juegos, me pedía ayuda para sus tareas escolares, salía con su madre y conmigo a pasear por el campo o andar en bici, pero en cuanto recordaba que yo era un intruso y que estaba ocupando un lugar que ella no había desocupado soltaba un zarpazo o le montaba una escena a Camila con cualquier motivo.

    Elisabeth y su madre eran tal para cual, la niña más mona, pero las mismas ínfulas, las mismas afectadas poses ante la cámara. Nunca conseguí robarle una foto natural de frente. Tenía que entrenar, cada dos por tres salían casting para niñas que llevaran el vestidito virginal embarrado – una premonición inaceptable – en el anuncio de Ariel ultra, más-blanco-no-se-puede, por citar uno entre cien. Estuvo en uno para Mimosín, el suavizante de ropa. Tenían que lanzar el osito de peluche al aire diciendo ¡Mimosín, te quiero!, que luego, después de montado el anuncio, caía sobre una pila de toallas esponjosas. Y lo hizo muy bien – eso le dijeron – pero había un zorrón de madre con una cría tan creída que se desmayaba cinco centímetros más alta, que estaba en talla, y Beth todavía no había dado el estirón. Camila la llevó al médico a la semana siguiente, porque era verdad que la niña parecía un poco chaparrita para su edad.

Lo que callaba la madre por piadoso pudor, la niña lo soltaba reivindicando sus principios de clase. Quise saber una tarde en que la niña y yo compartíamos franquezas sentados muy cerca el uno de la otra en el sofá de la sala, qué esperaba de su vida cuando fuera mayor. La pregunta no era original, pero su respuesta siempre es reveladora de las prioridades que los niños perciben en el ambiente. Elisabeth no vaciló, lo tenía decidido y bien pensado. De mayor, quería ser rica y tener una gran casa solariega con muchas habitaciones, cuadras con caballos, un corral y una extensa pradera donde entrenarlos, y muchos criados que la sirvieran en todas sus necesidades para no estropearse las manos trabajando.

La conversación hacía las veces de banda sonora incidental y la intérprete, que se mostraba desnuda por completo bajo un maquillaje tiznado y sobre unos coturnos de uña equina, gesticulaba sobre ella.

Como le gustaba bailar – estaba apuntada a clases de ballet – y ante mí, aparte de las primeras posturas clásicas que se hacen en la barra, no exhibía otras coreografías que remedos de las más procaces y fascinantes de los videoclips del momento, me propuse causarle una honda impresión mostrándole dos modalidades de danza que desconocía, la contemporánea y la flamenca. Confié la propuesta a Camila para que fuera su ascendiente el que convenciera a la niña y les llevé una noche temprana de otoño a la Casa Encendida, un centro cultural de nuevas tendencias situado en la Ronda de Atocha, no lejos del Museo de Arte Contemporáneo Reina Sofía. El motivo fundamental de la elección no fue otro que la oportunidad. Carecía de referencias previas sobre la intérprete y la obra, pero debía ser esa, porque respondía al reto y estaba programada el día, a la hora y en el lugar idóneos.

    Nos sentamos en primera fila. Disculpen que no recuerde los nombres de la intérprete y de la pieza. Ella era lusa y las pocas frases que pronunciaba, una de ellas persistente y obsesiva como el Milana bonita del Azarías de Los Santos Inocentes (Miguel Delibes), las decía en portugués. El escenario se mostraba desnudo y en penumbra con un foco incidental sobre la performer. A sus espaldas se proyectaba un diálogo con subtítulos en castellano sobre la filosofía de Spinoza entre los también filósofos Alain Badiou y Gilles Deleuze. La conversación hacía las veces de banda sonora incidental y la intérprete, que se mostraba desnuda por completo bajo un maquillaje tiznado y sobre unos coturnos de uña equina, gesticulaba sobre ella. Su aspecto podría compararse al de los faunos o sátiros de la mitología clásica.

Cómo sería la tunda y qué certera, que rápidamente me quité las gafas para salvarlas de la quema.

Háganse ustedes a la idea, si pueden. Un espectáculo no apto para públicos intermedios, a mi modo de ver. Podría asombrar a una mente limpia infantil y poner a pensar a una mente cultivada. El resto corría el peligro de aburrirse horrorosamente. Elisabeth no llevaba la mente muy limpia esa noche. Su madre se la había pintado de sílfides y cisnes blancos. Creo que iba preparada para una actuación de ballet, tutús, pies en puntas, blandos aleteos y todas esas delicadezas pueriles de los cuentos de hadas. Yo, sinceramente, estaba deseando que terminara aquella función, desde luego original, pero no tenía porqué haber caído en la pesantez ya de por sí propia de los abstrusos contertulios del vídeo. Le pregunté a Elisabeth qué le había parecido y me encontré con una respuesta contundente, porque la emprendió conmigo a puñetazos allí en la silla, delante del público que seguía aplaudiendo. Cómo sería la tunda y qué certera, que rápidamente me quité las gafas para salvarlas de la quema.

Elisabeth y Manuela Carrasco

    Menos mal que el Flamenco me redimió. Dos semanas más tarde les invité a la actuación de una bailaora singular, Manuela Carrasco, señora y sacerdotisa de la danza flamenca, mi preferida entre las clásicas. El baile de la consagración versión Manuela siempre fue la soleá. Había que verle el porte de diosa ibérica descendida a la tierra en cuerpo y rostro gitanos, la expresión trágica y extática, hermosa, y esa majestad ceremonial levantado los brazos y el mantón de Manila desde la espalda al cielo en un conjuro lento como si alzara el relicario de la Sagrada Forma un obispo del XVII entre refulgentes dorados y reflejos negro y sangre de los hábitos de Calatrava. Luego, su ejecución de pies, una tormenta, la cabalgata de las walkirias pie en tierra, pero sobre todo la figura. Todo esto sucedió aquella noche en el teatro Circo Price, a pocos pasos de la Casa Encendida, por cierto, con el aforo completo y la expectación cardíaca acelerada del público de una tarde de fútbol con el título de liga en juego.

   Gracias al entusiasmo y a la suerte que normalmente lleva aparejada acabé antes de lo habitual mi larga jornada de trabajo – era un viernes – encontré aparcamiento para el furgón a la vuelta del teatro y pude esperar en el vestíbulo la llegada de Camila y Elisabeth, que acudirían en metro apuradas y sin haber tenido apenas tiempo para cenar. Como quería evitar que entraran con el pie cambiado al espectáculo, me adelanté a comprarles unos sándwiches y unas bebidas. Únicamente, fallé en la previsión de pasar por casa a cambiarme de ropa. Tampoco iba a ser la primera vez que por no perderme un acontecimiento artístico en día laborable, acudía vestido con el uniforme de SEUR. Estas cosas ya no pasan en España, lo sé. Antiguamente sí pasaban. Hace cincuenta o sesenta años te podías encontrar en un cine al militar, al Padre maestro con los seminaristas en misión pastoral, a la aceitunera con mandil y olor a pepinillos en vinagre, al vendedor de lotería con los décimos desplegados en el pecho, al electricista con el guardapolvos de trabajo y la novia del brazo, al gitano con la vara, el terno y el sombrero negros de chalán, la mujer y las niñas cargadas de bolsas de pipas y de patatas fritas crujientes, y a las furcias que se vestían como tales. Antiguamente, en España cualquier espectáculo popular era como una plaza de toros, había gente pa tó.

A mí, el equívoco de circular entre la ropa de limpio de los concurrentes con el pijama de SEUR, antes que avergonzarme, me divertía, sintiéndome yo mismo en estos casos protagonista de una performance improvisada, un Manolo el del bombo en la ópera. Tampoco, esta segunda vez, Elisabeth captó el talante creativo de la puesta en escena. En cuanto me tuvo a tiro, pasando por alto mi sonrisa, mi saludo y los sándwiches que le mostraba, me espetó : «¿De dónde vienes? ¿Has estado cuidando a las vacas en el monte?» No me dirigió la palabra en toda la noche. Más tarde, supe por su madre que Manuela Carrasco le había encantado. (sigue)

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