Saltar al contenido

Camila

Scarlett en el Saloon

    Yo me enamoré de Camila cuando ya estaba en estado de ex. Me creí lo de su ex marido, aunque la fórmula de la separación fuera más que cuestionable durante los dos primeros años. Con la llegada del tercero, el asunto parece que empezó a ir en serio. Un día me llamó Fede ,el ex, por teléfono para amenazarme de muerte: Te voy a enseñar lo que se hace con quienes se llevan a una mujer casada. Sé que trabajas en Seur y sé dónde vives. ¡Estás muerto! ¡Óyelo bien, estás muerto! El ex, a quien no conocía ni de vista, todavía entraba en el chalet donde vivían Camila y su hija, pero aquella fue la última, eso creo. Al menos, sé que después del episodio en que le birló el teléfono a Camila para enterarse de quién era yo y apuntar mi número, sacamos del desván dos maletas con ropa y el equipo de esquí de Fede para que se los llevara a su pueblo. Por las mismas fechas, había dejado de pasarle la pensión alimenticia a su hija, si bien antes de esto nunca había sido regular y cada vez que entregaba dinero lo hacía en calidad del moroso profesional que era, después de mucho rogar, agradeciéndole el favor, soportando la ceremonia de su superioridad insustituible en las vidas de su «mujer» y su hija y, en fin, tarde, mal y nunca, como sentencia la voz popular. Siguió responsabilizándose del colegio elitista, pero como apercibieron de expulsión a la niña tras el impago de varias cuotas, decidió cambiarla a uno concertado, sin relumbrón, pero mucho más barato.

    Camila, para entonces ya era ex empresaria, lo que no quitaba para que aún siguiera siendo deudora en ejercicio de la Seguridad Social. Se le cortaron los ingresos y pronto agotó lo poco que tenía ahorrado. Cuando se piensa a lo grande no se ahorra en gastos. El BMW y el Jaguar fueron embargados. Su ex se quedó con el Mercedes hasta que lo estrelló una noche que volvía de una cena de esas donde se bebe más que se come y donde se paga el ágape con la liquidación que no vería alguno de los trabajadores despedidos por el ex magnate ex de Camila que, como ella, volvía a ser un ciudadano de a pie. El chalet sería la siguiente propiedad en cambiar de manos. Camila había recibido las preceptivas comunicaciones del juzgado previas al lanzamiento o desahucio. El recurso que pedía una demora alegando que en la casa vivía una familia monoparental con una menor no prosperó. Tal era su estado de carencia y necesidad que no dudé en apremiarle para que buscara un trabajo. Omití proponérselo y esperar a que se fuera haciendo a la idea, porque la decisión no admitía demora. Esa horrible alternativa era impropia de su orgullo y con esa razón protestó: ¡Yo no puedo trabajar para nadie, nunca lo he hecho! Pues tendrás que hacerlo, querida, no tienes otra salida. Yo no te voy a mantener.

Soltar a Camila en un ámbito cualquiera, incluso en misa, y pretender que no coqueteara con los hombres era tan ilusorio como llevar a tus hijos ante la jaula de los monos confiando en que no se cascaran pajas delante del público, los monos.

    Mientras ella levantaba entorno a sí un cercado de miedos, vergüenzas, impotencias y hojadelatas para debatirse ante el espejo, decidí prestarle mi iniciativa y comencé por sentarla a componer un currículo, para luego salir a buscarle trabajo en bares y restaurantes de un centro comercial de Alcobendas. Haciendo una concesión a lo razonable, me confesó que en determinados momentos de su loquita juventud había trabajado de camarera. Pregunté en un restaurante italiano, en otro, Don Carlo, en las franquicias de Gambrinus, Starbucks, Diez Montaditos y Foster Hollywood imaginando, en este último, la dura prueba que sería para ella tenerse que vestir de chica de rodeo con la minifalda, el sombrero y el resto de ese impropio atrezo pueblerino. En unos buzoneé el currículo y en otros apuntaron a Camila al final de una larga lista de nombres y números de teléfono escritos a bolígrafo, siempre después de que yo hubiera observado las caras y actitud del personal, y de preguntar por el encargado a quien, subrepticiamente, examinaba y calificaba: amable, maternal, colérico, intransigente, burlón, estresada, etc. Llevaba igualmente preparados los calificativos de ligón y acosador, – dos intensidades de lo mismo, una con respeto y la otra sin él – que no encontré a quien aplicar, y eso me hizo respirar tranquilo. Todavía entonces sentía celos.

Soltar a Camila en un ámbito cualquiera, incluso en misa, y pretender que no coqueteara con los hombres era tan ilusorio como llevar a tus hijos ante la jaula de los monos confiando en que no se cascaran pajas delante del público, los monos. El futbolista profesional, aunque esté de vacaciones en la playa, no descuida su entrenamiento, hace flexiones, estiramientos de cuello y tal; y si se tercia, se juega un partidillo de colegas en la arena, que va muy bien para los tobillos. Pues Camila, lo mismo. Ella era, igualmente, una profesional en ejercicio dispuesta a mejorar su fichaje. Por esta razón, dejé los bares de copas para el final y en proximidad, es decir, cerca de mi casa de Pedrezuela. Así, cuando saliera de madrugada, a la hora de recogerse hallaría la cama, mi cama, cerca. Téngase en cuenta que Camila carecía ya de vehículo propio. Estaba a mi cargo desplazarme a su casa o traerle y llevarle cuando venía a la mía, en furgón, que podría aprovechar los fines de semana para cargarlo de melones y mercar por los pueblos, como el buen gitano, pero el buen gitano aparta los melones para llevar a la gitana con la creatura delante, y a la suegra detrás pelando los ajos adonde haga falta.

y, eventualmente, grupos de extranjeros migratorios como garzas en el área de servicio de Doñana, que dejaban dinero y un rastro de bronca y orines en el pasillo de la planta inferior, un callejón nauseabundo hacia el infierno de los lavabos.

    Finalmente, le encontré trabajo en un bar de copas donde yo solía tomar mis cafés y, de tarde en tarde, mis güisquis. Era un habitual, conocía al dueño, a la camarera fija, a los pintas que lo frecuentaban, y qué bebían, cuánto y con quién; al guapo que era trombón de la Guardia Real y que vivía a cuerpo de rey, al chuloputas que los findes iba con su amancebada rumana a emborracharse el uno al otro y a narrar sus puteríos un tono más alto que la música; a los dos matrimonios cuyas mujeres, toda vez que sus maridos se enfrascaban de gin tonic en una de sus conversaciones absurdas sobre pesos, marcas y medidas, miraban pidiendo socorro, estoy cachonda, este es un berzas, deséame, que estos quince minutos quiero ser tuya. Tampoco muchos clientes más, las parejitas jóvenes que practicaban ser el uno para el otro sentados frente a frente, los alcohólicos solitarios de ronda, a piñón fijo, el vaso de vino, la copa de ginebra, apurados de tres tragos después de disimular un rato que la bebida era el complemento secundario de un no hacer nada merecido; y, eventualmente, grupos de extranjeros migratorios como garzas en el área de servicio de Doñana, que dejaban dinero y un rastro de bronca y orines en el pasillo de la planta inferior, un callejón nauseabundo hacia el infierno de los lavabos. El día que olía a limpio, mal asunto.

    Al principio, empezó trabajando sólo de jueves a domingo; en verano, a partir del martes, atendía una terraza en la que se servían ensaladas y chacinas a la barbacoa. Ella comía de parrilla, pero para ahorrarle grasas y transmitirle un amoroso calorcillo de hogar, yo acostumbraba a llevarle una parte de la cena que me preparaba en casa metida en fiambreras. Su tiempo de trabajo coincidía con nuestro tiempo de convivencia. Hice todas las guardias de la mili que no hice en la barra o en la terraza de aquel bar, ella trabajando y yo chuleándola hasta la hora del cierre, aunque tuviera que levantarme después a las seis de la mañana para ir a repartir. El equívoco a que daba lugar mi presencia parecía estimularla, porque admitía cortejos de descorche para con mis celos alimentar su morbo. A mí no necesitaba encelarme, ya lo estaba.

    Como el sueldo no era gran cosa para quien como ella había estado acostumbraba a vestir trajes de sastre sin bolsillos, y como no quería que se desanimara, ni que dejara de llevar a su hija al cine y a merendar en burger o en cafetería, me ofrecí a costearle y servirle a domicilio una compra semanal de sus alimentos habituales. (sigue)

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Imagen de Twitter

Estás comentando usando tu cuenta de Twitter. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.

A %d blogueros les gusta esto: