Camila

Pensar a lo grande
Recordar es revivir, pero olvidar salva la vida, porque hay recuerdos que nuestra conciencia mantiene activos con una voz amenazante de alarma que aumenta nuestros niveles de cortisol y adrenalina en sangre y hasta los podemos saborear. Y como nos baja el azúcar, reclamamos el consuelo de lo dulce, y frente al fracaso del desamor reivindicamos el éxito de la oxitocina que nos riega cuando estamos enamorados. Esta explicación que a ustedes les puede resultar ilustrativa, a mí me sirve para tomar aire.
Estar enamorado y no ser correspondido por la persona que amas es una desgracia, todavía mayor si quien no ama lo hace por venganza. No hablo aquí de una venganza personal, aunque tú seas su objeto, es una venganza genérica, sobre el sexo contrario y, más en concreto, es una venganza de rol, una venganza de autómata sobre la persona que interpreta al otro cónyuge.
Camila interpretaba tres personajes que no eran ella, aunque la ocupaban como fuerzas coloniales que hubieran entrado a estrago. Todos somos colonizados en la infancia por las fuerzas adultas bajo cuyo dominio caemos. Elegía varón dominante, chulazo con la pólvora mojada, sólo que no siempre estaba mojada para su desgracia. La desgracia le venía por parte paterna. La fuerza de la parte materna respecto al varón utilizaba la manipulación afectiva asegurada en el desapego del mal querer. En el sexo, en cuanto que amante, acusaba la influencia de ambas fuerzas. Conmigo no recurrió a las más agresivas hasta que mi pérdida de interés le hizo temer la ruptura. Su fantasía preferida era ser golpeada y forzada sin preservativo empezando por un coito vaginal y terminando por uno anal que la dejaba exhausta y saciada completamente. Las películas que incluían escenas de erotismo violento, de dominación machista sobre mujeres refinadas en apariencia, pero ocultamente perversas, de voyerismo secreto o de pago, de adulterios dolosos, y de todo sexo inesperado rayano con lo inmoral o criminal, le impelían a comerse los padrastros con deleite.
I
Era simpática, accesible y cultivaba efectos de damisela sofisticada que pasa el dedo por el carísimo mobiliario de época para comprobar si la guarra de la señora de la casa es una guarra o no sabe mandar a las internas.
La tercera fuerza de su impulso vital/ transcendental, o síndrome de Scarlett O’hara, había construido la ilusión delirante de conquistar la riqueza a través de la seducción erótica y de clase. Sus logros merecían admiración, porque no era ni mucho menos una hembra despampanante. Era simpática, accesible y cultivaba efectos de damisela sofisticada que pasa el dedo por el carísimo mobiliario de época para comprobar si la guarra de la señora de la casa es una guarra o no sabe mandar a las internas. Ella sí sabía. Le seducía el lujo y no lo disimulaba. Yo diría más: se mimetizaba con él. Traspasar el portón de un restaurante top con la American Express Gold en el bolsillo de su acompañante o atravesar el vestíbulo alfombrado de un hotel de cinco estrellas le transformaba. Levantaba el brazo del bolso, que caía sobre el codo y se mantenía ahí como un colgante precioso, con el puño cerrado sin tensión. El brazo libre, igual, pero con un frote activo de los dedos pulgar e índice prestos a llamar al maître o a señalar con un simple movimiento de muñeca la mesa reservada. Añadía a estos gestos un marcado contoneo de caderas poco marcadas, la cabeza alta, la cara al frente y las miradas de perfil en giros de 45° máximo. Hacía el mismo paseíllo en las inmediaciones de un varón apolíneo, es decir, que no distinguía entre mueble de cuatro patas o de dos, entre Bugatti de yantas de titanio o engominado de Roberto Verino.
Estaba convencida de reunir los requisitos necesarios para ser rica, el primero de ellos: saber gastar en firmas de prestigio, el segundo y no menos importante, saber vestirse con elegancia, y el tercero, saber decorar una casa lujosa y que rabien los advenedizos que mal copian del «Maisons du monde», porque no saben combinar unas cortinas, una alfombra y un sofá. Si alguien de visita en el chalet alababa el buen gusto de la decoradora, se recordaba a sí misma su vocación pendiente, estudiar diseño de interiores. Si la visita añadía algo parecido a Tú no hace falta que lo estudies, con presentarte a los exámenes, tendrías el aprobado, ella se henchía de satisfacción y aún se atrevía a preguntar: ¿Y si además de presentarme a los exámenes, los hiciera? ¡Matrícula de honor, Camila! Te devolverían el precio del curso y saldrías en las vallas publicitarias de la escuela.
Lo gracioso del caso es que llegó a tocar ese cielo junto a su ex, y en efecto, tocó coches de lujo como se tocan en la presentación de un nuevo modelo; habitó casas y hoteles como los que ocupan los actores principales en un rodaje; llevó ropa y bolsos y joyas como se llevan en los cócteles donde se posa para un reportaje fotográfico del cuore; y trasegó comidas, cenas y viajes como los profesionales del sector en una feria de turismo: sin pagar y sin trabajar como Dios manda. Decía Camila: Para vivir a lo grande, hay que pensar a lo grande. Pensar a lo grande, vaya, eso implica tener materia gris, ¡grandes ideas!, y dedicarle tiempo y tiempo y tiempo, cavilaba mi pobre cabecita (Yo era tan pobre que ni pensaba). Pero una cuestión conceptual me llevaba a confundir los términos, pensar a lo grande significa grandes créditos, deuda a lo grande. En España funcionó hasta el gran tortazo de 2008. (sigue)