Disquisición para peces de pecera

Me gustaría poner unas líneas sobre un tema manido, consuetudinario, oído y vulgar que se haya en la mente y corazón de cada ser humano de una manera u otra. Por supuesto, es uno de los temas mas manipulado y manipulable a lo largo de la corta historia de nuestra especie, pero ahí va. La sola palabra que lo representa ya es de las mas usadas, abusadas y, por ende, desgastadas de nuestro infrautilizado diccionario. Les hablo del “amor”. Del amor sin hache, sin mayúsculas, sin adornos, subterfugios o envolturas.
Ya de entrada, les confieso que yo lo encuadro en una energía emocional que la mente recrea según cultura, edad, sexo o coyuntura y que, si creemos en la variable espiritualidad latente, el amor nos transciende. Valórenlo. Pero antes de ponerme a desmenuzar esta torpe definición, (esta que he propuesto yo ahora a volapié, porque me da la gana) quiero advertir que mi opinión al respecto no es exclusiva ni le hace ascos a los otros millones de interpretaciones sobre lo mismo que, sin duda, andan por ahí a la búsqueda de ser escuchadas y atendidas. Vamos, que no voy a competir con los adjetivos del amor ni sus diatribas. Aunque a la memoria me vengan el amor romántico, el amor maternal, el amor divino, el amor fugaz, el amor fraternal, o el mismísimo amor interplanetario junto a la verbena que supone el concepto amor universal, sea lo que sea eso. No. Yo quiero hablar del único amor real, que es tan solo el amor que experimenta cada ser humano en su vida. O sea, en su única vida. Y esto se muestra intransferible, y además transita en los dos sentidos, tanto en el de tomar como en el de dar. Aquí, amigas y amigos, no hay direcciones. Al menos, yo no creo en ellas. Porque tanto da quien ama y no es amado, como quien no ama pero es amado. ¿No creen?
Entre nosotros el amor no es sólo dar la vida sin recibir nada a cambio, como lo hace una madre, o echar un polvo pletórico de instinto y pasión como un fortuito amante.
La experiencia de sublimarse
La energía, esa energía emocional de la que yo les hablo, simplemente no admite adjetivos, ni direcciones, ni medidas, ni clemencia. Así pues, de qué me sirve leer a Erich Fromm (El arte de Amar). De qué leer en la Biblia al David enamorado o al hijo de Dios en el Nuevo Testamento. ¿Recuerdan? Amaos los unos a los otros como yo os he amado. Tampoco me aporta utilidad referirme a los literatos románticos, un Bécquer, un Schiller, o un viejo Goethe dando vida al joven Werther; ni me causa servicio haberme tragado más de dos mil películas románticas. De antemano, acepto cualquier referencia al amor y a su manera de entenderlo. Cualquiera que se me presente, ya les digo. Todas las referencias forman parte de mi legado cultural, las conozca o no. E insisto, de cada una de esas fuentes ya he bebido hasta el delirio. Conozco más las pertenecientes a mi cultura europea, claro está, porque al fin y al cabo soy un occidental irredimible, pero eso no impide, que como ustedes, yo también sea un Homo, de adjetivo Sapiens. Y entre nosotros el amor no es sólo dar la vida sin recibir nada a cambio, como lo hace una madre, o echar un polvo pletórico de instinto y pasión como un fortuito amante, sino también la experiencia privada e intransferible de sublimarse. O dicho en castellano de botijo y mendrugo de pan, el amor es la única experiencia vital que nos otorga realmente la ocasión de acariciar la libertad auténtica. Ja,ja,ja. Ya lo he dicho. Menuda frasecita. Léala otra vez. ¿No resulta acojonante?
La castaña del amor
Ahora bien, a la hora de desbrozar matas, pelusas, quincalla y demás basura junto a confusiones interesadas y polivalentes con las que envolvemos al término susodicho: “amor”, por favor señor lector, tómese unos instantes (o varios años) para reflexionar y discernir sobre lo que usted entiende por “amor”. No resultaría extraño que le ocurriera lo del diminuto regalo con gigantesco envoltorio. Uno lo recibe, se pasa media vida desempaquetándolo (o sea, arrojando por la ventana, lazos, cartones, cajas, cajones, cajitas, papeles, lazitos y más lazos con pajarita) para que al fin en el fondo de la última cajita con su último envoltorio uno encuentre una humilde castaña. Ja,ja,ja. Sí, una castaña a la que pulir, manosear y abrillantar durante el resto de la otra mitad de su vida. Con esto quiero darle a entender, querido lector o querida lectora, que, a mi modo de ver, casi nada de lo que usted cree sobre el amor y que le ha sido dicho que lo es, y que le han enseñado que lo es, y que le han dirigido a que usted lo sienta como tal, casi nada de todo eso, repito, es amor. Aunque se le parezca. Es como confundir el oro con la pirita. Opino que la experiencia del amor es, en condiciones normales, personal, única e intransferible.
El amor en cambio te libera, y lo que es mejor, al menos para mí: el amor te saca del barro.
Amigo o amiga, usted habrá de descubrir y degustar su propia castaña, me temo. La cáscara y lo de dentro. Porque, ante todo, cada uno vive esa experiencia como puede, no como quiere o haya imaginado, y porque nuestro legado cultural junto a nuestro legado genético nos impone unos límites, tiránicos límites, desde la tierna infancia y a lo largo de la caprichosa vida. Unos límites que debemos traspasar o destruir u obviar cuando amamos. Principalmente, cuando amamos, aunque también, y en menor medida, cuando somos amados. Es tanto así que yo no pondría una calavera en la mano, ni un corazón, ni siquiera unas tripas, cuando me hiciera la verdadera pregunta en lo alto de la montaña, al modo del joven Hamlet. Así pues, si pudiera tomar mi propio cerebro con las dos manos (porque además pesa un huevo) alzaría a los cielos con quejumbrosa voz la retórica inquisitiva: Amar o ser amado. Esa es la cuestión.
Memento, homo
Ese es en definitiva el eje de nuestras turbias existencias. Porque lo demás, está bien, quién lo niega, de hecho algunas posibilidades están muy requetebien; ya saben, conseguir todo lo divertido que se condena en los siete pecados capitales, por ejemplo, pero…, según dicen, nada de eso sacia, es más, te convierte en tu propio esclavo al por menor. El amor en cambio te libera, y lo que es mejor, al menos para mí: el amor te saca del barro. Que ya está bien de tanto y tanto barro. Sí, sí, a muchos de ustedes les vendrá al magín la frasecita machacona: Polvo eres y en polvo te convertirás (Y aquí viene el latinajo: Memento, homo, quia pulvis es et in pulverem reverteris- Hombre, acuérdate que polvo eres y al polvo volverás –Génesis, III, 19). Pues bien, recuerden amigos también, por favor, aquellos versos de Quevedo tan famosos: (…)serán ceniza, mas tendrá sentido./ Polvo serán, mas polvo enamorado ¿Qué le parece amigo lector o amiga lectora? Si usted ama, si usted es amado o amada, o ambas cosas a la vez; si usted en definitiva goza del amor, mujer u hombre o lo que sea, ¿terminará por convertirse en polvo enamorado? ¿O permanecerá como simple barro? Muchos dirán que vaya estupidez, qué más dará ser polvo enamorado, ceniza putrefacta o resto arqueológico, al fin y al cabo ya estarás muerto, ¿no? Y tienen buenas razones para pensar así, los muy descreídos. Ya lo creo. Sin embargo, hay un matiz a considerar. Los que así piensan, ¿se han preguntado si los que no aman, o los que no son amados están vivos? ¿De veras, están vivos? Personalmente, yo que he estado muerto varias veces en mi vida, confieso que tan solo el amor me supo resucitar.
Disquisición para peces de pecera por Texto: Muwataris Fotos: Juan A. Díaz Iraeta se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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