Casa burguesa de 1900

Creíamos que el tiempo de las pensiones era un tiempo superado. En general, pensión ha sido sinónimo de alojamiento pobre, tanto más según fue bajando en tobogán el siglo veinte a partir de los felices sesenta. Porque al principio, vivir en pensión o de patrona señalaba al inmigrante recién llegado a la urbe con promesa de trabajo. Se barruntaba el progreso. Las empresas no tenían otro horizonte que la expansión acuñadas como estaban en los planes desarrollistas del Régimen. El pensionista, una vez cobrada la primera mensualidad, se echaba novia y el que no, mantenía a la del pueblo en la parrilla de salida administrándole los días de permiso con guardias en la estación de autobuses. La pensión era el colegio mayor del obrero cuyos enseres cabían en una mediana maleta de cartón dividida en dos compartimentos: de un lado, el escapulario de la cofradía y la estampita del cristo, dos fotos, dos mudas y un terno de pana dominguero; del otro, un atado que trasudaba grasa y olor a queso o chorizo de orza. Los viajantes, sin estar colegiados, también eran, a su modo, colegiales. A la maleta del primer modelo añadían una segunda que rebosaba puntillas con música de botones charros.

Al domingo siguiente o al otro posterior a la luna de miel, se repetía el convite con las mismas servilletas manchadas, porque Paco, que era un buen hombre, pensaba que su patrona le echaría de menos, y su patrona pensaba que Paco se había hecho a ella y que una nueva vida no se improvisa.
El colegio mayor de los obreros
De aquellas pensiones se salía con contrato fijo, fecha de boda y entrada para un pisito. La patrona preparaba una comida de despedida y repetía mucho la frase Paco ha sido como un hijo, como un hijo, y nosotros para él como una familia. Domingo de alborozo y de mudanza. Era mejor hacerlo el día del Señor, así se dejaba la semana completa pagada. Al domingo siguiente o al otro posterior a la luna de miel, se repetía el convite con las mismas servilletas manchadas, porque Paco, que era un buen hombre, pensaba que su patrona le echaría de menos, y su patrona pensaba que Paco se había hecho a ella y que una nueva vida no se improvisa. La carga sentimental era liviana, hipócrita. Pesaba más el compromiso que imponen las buenas costumbres. Por eso, todos respiraban aliviados si en el momento de bendecir la mesa respondía amén un nuevo pupilo mediopensionista. Verificado el relevo, Paco y señora no volverían jamás.
Una generación después de aquellos encantadores comienzos, las pensiones seguían siendo las mismas, los mismos letreros a la altura del balcón, ahora ya obscurecidos por la carbonilla del ferrocarril o el dichoso polvo que se mete por todas las rendijas; los mismos papeles pintados o despintados en las paredes del pasillo y la salita de estar; las mismas paredes de palimpsesto a la cal en las habitaciones con el lavabo y su espejo acusando azogue; el mismo olor a pies, si quieren hasta revenido, el mismo olor a sopa; el cuarto de baño comunal: azulejos blancos hasta media altura, la alfombrilla de felpa como lana de oveja esperando tijera de rumano, la otra felpa de la tapa del váter, el albornoz zarrapastroso del marido o la bata con mandil de ella, la patrona, quizás la misma de los sesenta, quizás viuda.


Jubilados solitarios de estirpe pensionista, por seguir la tradición, regresaban a la querencia de los tufillos a berzas y sopicaldos, y a esa seguridad que da tener en el retrete un armarito botiquín con bálsamo del tigre.
Este era el panorama, y me temo que en algunos establecimientos exhaustos sigue tal cual al día de hoy. La clientela había cambiado, claro. Por lo que respecta a los viajantes de puntillas crochet y botones charros, no. El género chino en los Todo a cien había tirado los precios. A ver quién era el guapo que se permitía una habitación de hotel. Algún que otro emigrante del boom, perdida la esperanza de la novia y de mejora profesional, se reconvirtió en pupilo fijo a pensión completa. Algunos que salieron para casarse y casa volvieron divorciados y en desahucio. Jubilados solitarios de estirpe pensionista, por seguir la tradición, regresaban a la querencia de los tufillos a berzas y sopicaldos, y a esa seguridad que da tener en el retrete un armarito botiquín con bálsamo del tigre. Clientes todos de último round a los que, eventualmente, se asomaban parejas de amoríos cutres, malhaya, cómo dejaban las sábanas; y los cutres amantes de lo cutre; y los casos de necesidad, para qué entrar en detalles, bastantes olores acres nos han traído ya estos mementos, por no hablar de los convictos con permiso de fin de semana o de los cumplidos en tránsito hacia ninguna parte.
El patrón/ladrillo
Entra el siglo XXI; burbuja de la sociedad del bienestar: ni tonto sin su pelota, ni albañil sin su chalé. Creíamos que el tiempo de las pensiones comenzaba a los 65 años. Nos equivocamos. Los resplandores de otro Boom, el inmobiliario, habían cegado a medio mundo. Hubo, no obstante, un grupo de tuertos que se forró a cuenta de eso que se ha llamado el ladrillo. Choca que una cosa tan pobre y tan simple se haya convertido en la metonimia de un negocio tramposamente multimillonario. A la altura del patrón/oro se alzó el patrón/ladrillo. Los inmigrantes venían a España para comprarse una casa con la primera mensualidad del salario. Los bancos les fiaban las hipotecas confiando en que la Seguridad Social, sistemáticamente estafada por todo hijo de advenedizo, les alargara la vida lo que no estaba escrito en sus países de origen. En España a los perros, lejos de comérselos, los ataban con longaniza, los vestían en Adolfo Domínguez y sus dueñas y ellos iban al ginecólogo a hacerse la ligadura de trompas.
No me pregunten qué pasó, el castillo de naipes se vino abajo. Cuesta creerlo. Toda esa gente rica que compraba sin pagar casas, terrenos y coches para obtener créditos bajo la garantía de lo impagado, un día se despertó con el cierre patronal de los prestamistas. – O pagas o devuelve la casa; o pagas o devuelve el carro. – Toma la casa; toma el carro. – No es suficiente.
El Espíritu Santo desciende todos los veranos sobre las cabezas de bármanes y camareras otorgándoles el don de lenguas. Esta gente habla más inglés, francés, alemán y ruso en los chiringuitos de playa que nuestros ministros cuando viajan al extranjero.

Miles de viviendas a estrenar quedaron deshabitadas y sin comprador, mientras que a los quiméricos propietarios de otras tantas miles se los ponía de patitas en la calle. Las urbanizaciones fantasma todavía esperan que alguien las catalogue como restos arqueológicos del futuro. Hagan parques temáticos, caramba: Castro postindustrial de Costa Miño (La Coruña), Megalitos burbuja de Camas (Sevilla), Necrópolis unifamiliares de Es Trenc (Mallorca). El sector turístico español necesita ideas renovadoras. Somos primera potencia. Aquí, a servir no nos gana nadie. Aquí, los licenciados en Exactas trabajan de becarios en la hostelería. El Espíritu Santo desciende todos los veranos sobre las cabezas de bármanes y camareras otorgándoles el don de lenguas. Esta gente habla más inglés, francés, alemán y ruso en los chiringuitos de playa que nuestros ministros cuando viajan al extranjero. El otro día lo comentaba con una chica de Valladolid, bióloga marina, que se gana la vida haciendo camas para Booking.com. No se extrañen, de Medina de Ríoseco salieron once almirantes de Castilla, así que de casta le viene al galgo. Y le comentaba que en este país sigue vigente el lema franquista Que inventen los otros. En una cosa hemos mejorado: ahora enviamos a la emigración graduados y doctores que colaboran en esas invenciones extranjeras. De puertas para adentro, nos conformamos ganando las carreras de camareros con bandeja y nos consolamos de inferioridad tolerando la inmigración del “Open Arms”.
Pepe Isbert en el balcón consistorial
Pero, tranquilos, los americanos han vuelto (Entre nosotros, los estadounidenses son los americanos. El resto de nacionalidades son otra cosa, son de otro nivel continental, indígenas y descendientes nuestros. En Argentina, por ejemplo, a los descendientes de españoles no se les dice americanos, se les dice gallegos). Los americanos han vuelto, digo, a pasar por Guadalix de la Sierra sin pararse, dejándonos a Pepe Isbert congelado en el balcón consistorial y unas aplicaciones informáticas extraordinarias para que montemos la pensión global.
Las dos principales patronales de la pensión global son americanas. Funcionan muy bien. Los clientes pasan primero por caja, señalan con el dedo lo que quieren y pagan. Después, acuden al mostrador donde se les sirve, como todavía puede verse en alguna vetusta abacería del centro de Madrid, sólo que en la caja no está la señorona del dueño aquilatando los caudales. Se paga con tarjeta, no se puede sisar.
Hay mucha pobreza de juventud que da gusto verla en su lozanía y en su dirty chic.

Desde cualquier parte del mundo se contratan días de alojamiento en pensiones de los cinco continentes. Los huéspedes pueden elegir el olor a sopa de su preferencia, si quieren compartir habitación con aroma a pies globales o si prefieren cubículo exclusivo y que la patrona se volatilice después del chek-in para gozar a solas de la estancia preparando grandes humaredas en la cocina.
La idea ha calado en España. Somos primera potencia y a servir no hay quien nos gane. Pero, ¿cómo es posible que nos descubran lo que ya teníamos descubierto? Lo teníamos descubierto, pero lo habíamos vuelto a cubrir con una manta vieja en el desván donde reposan las vergüenzas de viejas pobrezas olvidadas. Las pobrezas del presente datan de 2008. Hay mucha pobreza de juventud que da gusto verla en su lozanía y en su dirty chic. Quizás haya sido por eso. La juventud es una riqueza en sí misma y el orgullo del hidalgo, tan español, pierde el tiempo remendando el forro de la capa y ensayando de don Lindo ante el espejo. En España, con la pobreza se iba al Monte de Piedad. ¿Qué otro negocio cabía, pedir, servir? ¡Servir! ¡El pobre que atiende al pobre! Una agencia de colocación de huéspedes a escala planetaria utilizando la accesibilidad e inmediatez que permiten las nuevas tecnologías.
Así empezaron las plataformas Airbnb y Booking. La pobreza de las clases medias destronadas por la crisis degeneró en gran negocio. Las inmobiliarias y el Banco Malo de las urbanizaciones fantasma levantaron las orejas. El sector hotelero levantó la voz y dijo: Para alojar huéspedes ya estoy yo, que para eso pago el IAE. Las administraciones territoriales replicaron: Pues si tu pagas, yo cobro. Negociaron. Las inmobiliarias y el Banco Malo pagarían, pero a condición de que los pobres no pudieran hacer fortuna de su pobreza utilizando plataformas digitales. Aprobaron los pisos turísticos y suspendieron los alojamientos compartidos. Dónde se ha visto que los sirvientes se sienten a la mesa del señor.

Ilustraciones: Vistas exteriores e interiores del alojamiento global Casa Burguesa de 1900 ( Fotos A Desmano)
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