Sueño de peces

En el líquido amniótico del mar comenzó la vida. ¿Qué creen que puede significar soñar con peces? ¿Qué creen que puede significar soñar? ¿Qué creen que puede significar? ¿Qué creen que puede? ¿Qué creen? ¿Creen?
Carl Gustav Jung desarrolló la hipótesis del inconsciente colectivo, una infravida espiritual, onírica y simbólica que es innata y común a toda la Humanidad. Hoy, habría que añadir a esa valija la memoria biológica evolutiva.
Uno de mis mejores sueños, sino el mejor, es aquel en el que vuelo. Me cuesta salir de la gravedad. Si me detengo a observar y a sentir el ridículo aleteo de mis brazos, peor dispuestos para agitar el aire que un abanico de cuadernas, comprendo lo imposible. Pero, el secreto del vuelo está guardado en las capas profundas del cerebro. Vuelo porque recuerdo el vuelo. Sigo dormido, estoy tumbado, agarrado a la almohada, que no es de plumas y, pese a ello, la experiencia voladora es veraz. No he experimentado despierto sensaciones semejantes nunca.
A mí los peces me dan muy buena espina. La otra noche soñé con peces. Podría parecer inevitable. Desde que mi próstata se plantó y dijo ¡Estoy harta, no aguanto más!, noche que ceno ensalada, noche que me levanta de la cama. Aquella noche, el dormitorio, el pasillo y el cuarto de baño estaban en brumas. Había algo de marejadilla, porque caminaba con paso vacilante y me serví de las paredes para amortiguar el balanceo. Prueba de ello es el raspón que el gotelé me ha dejado en los nudillos.

Gusanas del lodazal
Iba algo preocupado después de la alegría que me causó una captura excepcional. Mi amigo Jon, que se hallaba a pocos metros de mí rebuscando gusanas a la luz de un farol indeciso, había cabeceado contra el suelo haciéndose daño en la cara o en el alma. Hace falta estar tonto para, en cuclillas, darse de bruces contra el limo. Los lodazales que deja al descubierto la marea baja esconden pecios vergonzantes de las borracheras festivas, esconden los aparejos perdidos de la primera y última tarde que voy con el niño a pescar; esconden recorridos vermiculares, muertos arrancados por el temporal de todos los diciembres; y no pocas piedras succionadas por el reflujo que conviene levantar pues son promisorias para quienes buscan con los pies y las manos empecinados. Por todo lo cual, etc., que razono ahora, pero que en el sueño se da como reflejo de un golpe, estaba preocupado. Una noche tan pródiga de pesca para mí. Los cobros habían llegado seguidos, superando en tamaño el último al anterior. Primero, fue un pez que no llenaba sartén; colgaba de la pita exánime, como si lo hubieran puesto a secar. ¿Qué sería, un salmonete? Así lo vi, así dejé de verlo. Sé que me levantó el ánimo. Luego mordió una mojarra que perdió pronto el pulso con mi brazo. Rotaba bajo el anzuelo mostrando su doble faz: de un lado sombría, y del otro zarcillo estañado. Fue lanzar a fondo otra vez y, al minuto, noté una picada imperiosa. Solté carrete.
Poetas de clausura
Antes, yo también anduve buscando carnada. Volvía al muelle, no sé si con muchas o pocas, cuando se pusieron ante mis ojos unos gusanos oscuros, gordos y largos como una solitaria. De otro nido, apañé un puñado de gusarapos blanquecinos todavía no descritos en ningún tratado de invertebrados. Se los enseñé a Jon, que quedó admirado y me dijo: Si esta noche volvemos de vacío, al menos nos podremos hacer un par de bocadillos con esas morcillas. Mi amigo Jon (pronunciado Yon) y yo – aprecien el parecido del nombre propio y del pronombre personal – solíamos hace años salir de pesca con la marea nocturna. Frecuentábamos el faro de Arriluce, la ría de Plencia, el espigón de Arminza o la bocana de Bermeo, donde creo que estuve anoche soñándolo. Lanzábamos la línea con dos tres anzuelos cebados, generalmente, con gusana de mar criada en ría local. No compren la coreana, es una mierda. Pescábamos nada y menos, a veces, dos o tres chicharros de freír, a veces, dos o tres babosas y otras, en la desesperación por encontrar caladeros cerca de los arrecifes, dejábamos todo el plomo enganchado con o sin la participación de los alevines que a pellizcos retiraban los arponcillos hacia la roca.

Pero, siempre salíamos sabiendo que mal, muy mal, se nos tendría que dar la marea si esa noche no volvíamos con noche, firmamento, brisa, rompeolas, salitre, y porquería de carnaza entre los dedos.
Nos importaba la honrilla neolítica del cazador-recolector, desde luego y el inconfensable bochorno que pasábamos ante alguien de casa – cuando no era uno, era otra -, siempre que regresábamos de vacío; siempre. Pero, siempre salíamos sabiendo que mal, muy mal, se nos tendría que dar la marea si esa noche no volvíamos con noche, firmamento, brisa, rompeolas, salitre, y porquería de carnada entre los dedos. Salir a pescar, que era situarse en la soledad semioscura de un socaire, montar el aparejo y lanzarlo fuera de la vista, sentir al tacto que había tocado fondo, un lugar poblado necesariamente de peces hambrientos con linterna; eso y sentarse a la espera con el reojo atento al puntal de la caña, sin pronunciar palabra, pero pendientes de cuanta conversación pudiera entablarse con los elementos; eso era salir de pesca, el recreo de los poetas contemplativos. En las performances invitan a que la gente pase; nosotros no. Nosotros éramos artistas de clausura.
Honores a Robert Graves
A Robert Graves le hubiera gustado conocer mis peces, peces sin nombre, mellizos y siameses; peces quimera, carnosos como el rape, aplastados como la manta, bonancibles como corderos. El que mordió el anzuelo, que sustentaba bajo el vientre a su hermano, tenía las protuberancias del pez martillo, pero sólo él. Permanecían tranquilos en mis manos sin mostrar signo alguno de agonía. Un parpadeo más tarde, ya en el suelo, se soltaron. Nada más que eso, y una alegría de parto bendecido por los dioses. Entre paréntesis, el morrazo de mi amigo con la cara metida en el cieno. Si su postura sugería adoración, humillar en un gusanal y de espaldas no parecía lo más indicado ni para glorificarme por la captura, ni para rendir admiración a las extraordinarias criaturas que había cobrado al mar.

El primer huevo de gemelos en la Europa mediterránea lo puso la Diosa Blanca hace cinco mil años.
Extraordinarios siempre hasta la implantación de las técnicas de reproducción asistida han sido los partos de gemelos y mellizos. En los hogares de los años sesenta, cuando mi abuela estabulaba en la bañera los pollos vivos y los parientes del pueblo pagaban favores con cestas surtidas de huerto y corral, el huevo de dos yemas despertaba aplausos, o envidias si no iba destinado al cabeza de familia.
El espabilao de Jacob
El primer huevo de gemelos en la Europa mediterránea lo puso la Diosa Blanca hace cinco mil años. Entonces, los sueños eran la fábrica de los mitos, un espacio dimensional con puertas al Elíseo y al Averno en el que los dioses concedían entrevistas y ruedas de prensa a los corresponsales de la Tierra. Las pitonisas y los profetas soñaban más que el resto de los mortales, de donde deduzco que el mal de próstata y la vejiga floja tendrían en la antigüedad la consideración de taras sagradas, como la cojera de Dionisos o la de Jacob que, en el mismo seno materno, «subplantó» ( las comillas remiten, como hace notar el maestro Graves en la Diosa Blanca – tomo 2 – a la etimología latina de la palabra, que significa colocar bajo el pie, en este caso, la mano; es decir, poner la zancadilla) a su mellizo Esaú cogiéndole del talón y privándole, por tanto, de la primogenitura regia (Oseas, 12, 2-4).

Ahí tienen a los Dioscuros, Castor y Pólux, que Zeus engendró de la mortal Leda y colocó en el cielo formando la constelación de Géminis.
Qué tiempos aquellos de sobreabundancia regia. Las mujeres parían reyes a pares, aquello eran mujeres. Ahí tienen a los Dioscuros, Castor y Pólux, que Zeus engendró de la mortal Leda y colocó en el cielo formando la constelación de Géminis. Pólux nació inmortal, no así su hermano, que estaba destinado a morir. La cosa fue que durante el imperio de Ceres, la Diosa agricultora, al rey sagrado se le sacrificada en el mes trece, durante el solsticio de invierno, cuando el sol parece que se apaga, o en el día adicional para los 365, que solía colocarse en abril o mayo, y con ello favorecer la fructificación de todo lo viviente. A medida que desde el norte comenzaron a penetrar en territorio griego tribus patriarcales de origen indoeuropeo (aqueos, jonios, dorios, eolios…) y a mezclarse o imponerse a las matriarcales, el estatuto de los reyes sagrados cambió de signo. Los reinados se prolongaban buscando excusas lunares para las cuales al aedo del bosque se le encargaba la invención de un mito aparente-mente. El rey sagrado primogénito buscaba dejar encinta a la ninfa dominante, aunque fuera su hermana, para ganar con ello derechos sucesorios o decretaba un gemelo que lo sustituyera en el derramamiento de sangre varonil sobre los campos de la Argólida. Andando los siglos, el sustituto o tanista levantó la voz para afirmar que él tampoco quería. ¿Y qué quería?: reinar también, como mínimo, en su parte del año. Ejemplo postrero de estos reinados bicéfalos fue la diarquía espartana que, según la leyenda, iniciaron los hermanos gemelos Proeles y Euristenes, hijos de Aristodemo (descendiente de Hércules, cuyo gemelo era Ificles, hijo de Anfitrión ) ante la imposibilidad – dicen – de determinar quién era el mayor.
Yo soy muy supersticioso de todo lo favorable. Para mí, este sueño ha sido el premio Planeta.
El final del cuento
Más gemelos que todos los reyes de la Grecia clásica y la preclásica han sido, son y serán, por antigüedad y nacimiento, los peces de cualquier curso de agua. Pescar dos peces idénticos, dirán, no tiene ningún mérito. Tomemos una especie dada, de cada desove sobrevivirán miles o millones de peces semejantes entre sí como dos gotas de su propio elemento. Se puede recoger una red de un banco de peces y no distinguir a simple vista el diferente. Chiquito de la Calzada lo tenía mucho más fácil mientras estuvo trabajando en Japón y, sin embargo, cuando llegaba al tablao saludaba tres veces al mismo.
Ahora, mis peces de ensueño, con ser peces, que ya es ser, eran mellizos (Peces eran todos los peces antes de ser uno elegido símbolo de Jesucristo), es decir, no iguales, aunque salieran del agua siameses. No he podido soñar con un pronunciamiento creativo más favorable. Yo soy muy supersticioso de todo lo favorable. Para mí, este sueño ha sido el premio Planeta. ¿Self fullfiling profecy? Lo que ustedes quieran. Vayan y pregunten al editor de Carl Gustav Jung.
Antes de terminar, les voy a referir el final de un cuento que le encantaba a mi ahijada Manuela. Ella cumplió escuchando el mismo desenlace 5, 6 y 7 años. Nunca quise darle explicaciones y tampoco se las voy a dar a ustedes. Al cabo de un largo viaje de aventuras, a cual más arriesgada, Juan llegó a su noche de bodas sin haber logrado el objetivo que le impulsó a abandonar la casa paterna: conocer el miedo. Advertida de ello, la desposada, con el ingenio propio de su condición femenina, encontró el remedio. Esperó a que el muchacho durmiera profundamente. A continuación, bajó al jardín y llenó un cubo con el agua nocturna del estanque. De vuelta en la alcoba, la princesita se lo volcó por encima. El impacto del agua fría y de los pececillos que habían caído dentro sobresaltó de tal forma al chaval que, a partir de aquel momento, dejó de llamarse Juan Sin Miedo.


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