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Estado de gracia

A veces y a días no entiendo nada, es así de tajante. Nada de nada. Me pasa como al flamenco de la soleá: «Cuando riño contigo, riño con el mundo entero». Se pierde la razón. Lo normal es entender la vida a medias, entender mucho o poco de algunas cosas y nada del resto. Ahora, entenderlo todo, eso sí que es anormal. Las Sagradas Escrituras, por ejemplo, enseñan que sólo existe un ser omnisciente, sólo que no es un ser, es una entelequia, una entelequia anormal, desde luego. Ayer se llamaba Diosa, hoy se llama Dios y mañana se llamará Diose, porque mañana ya no nos clasificaremos según el conducto por el que se mea, ni nadie mandará por cojones o porque se le ponga en el higo. Yo soy más de Diose, pero como todavía somos machistas, hablaremos de Dios. También voy a ir con las Sagradas Escrituras, aunque sea más de panteón (pantheos) y de creerme las mitologías.

La mente de Dios es como una noche oscura de gatos pardos imposibles que, según van saliendo a la luz bajo el denominador común de arañar a todo el mundo, encarnan una raza autóctona entre mil, crecen, se multiplican y exportan a países opulentos para terminar en la casa de cualquiera comiendo pienso como uno más de la familia. Dios es la ostia. Él y sólo Él, que nos comprende y nos habita, puede ser Él. Él, inventor de la paradoja y de todos estos trabalenguas mentales, es Nuestro Padre. Déjense de milongas los capellanes, un respeto, que no todos queremos niñera. Pues está escrito: Dios es el Padre; luego, entre nosotros y Él sólo hay una diferencia de edad. A lo divino se llegará con el tiempo. Es ley de vida que los hijos se parezcan a los padres y les sustituyan.

Olvidé el entendimiento

Di que, gracias a Dios, la fortuna me deparó la experiencia de entenderlo todo. Pocas veces reparamos en lo que se rifa fuera de las oficinas de la ONCE y del Organismo Estatal de Loterías y Apuestas del Estado. Hay demasiadas timbas y demasiado ruido. Los locales de apuestas están atestados de gente que apesta a ropa tratada con productos químicos. Hemos olvidado que a diario, de ocho a dos y de tres y media a cinco y media, se rifan ostias en todos los distritos de la ciudad. La suerte de la calle paga premios en especie.

Sólo una vez he tenido la experiencia contraria al no entender. Aparecí en un estado mental distinto. Nunca he descartado un cambio de dimensión. ¿Cuánto duraría, treinta minutos, veinte, quince? Estaba al margen del tiempo. Me pregunto si aquel fenómeno no obedecería a una física desconocida, a una física aún no formulada, cuyo entendimiento lo mismo se me escapa, que me la sopla. Una atmósfera tan vívida, tan inaudita, debería haberse impreso en el alma como grabado al aguafuerte. Sin embargo, qué extraño, finalizada la visión quise recuperar el recuerdo y ¿qué me encuentro?, nada, una estancia de aire, la memoria de un alzheimer, apenas un extracto de relato progresivamente difuso, como si hubiera sido transcrito en siglos sucesivos por manos temblorosas de amanuense.

La morriña de Adán

Llevamos un libro de instrucciones autoejecutable que se manifiesta por la página correspondiente al albur de las circunstancias matemáticamente consideradas. En mi próxima juventud estudiaré el álgebra. He de encontrar la fórmula que me regrese a la inmunidad ante cualquier amenaza del pensamiento. Todas esas maquinaciones cobardes sistemáticamente dirigidas a impedir que avances, o a que avances hacia el desastre pronosticado, el saber absoluto las desarma aún antes de desenvainar. Y así vistas, desarmadas y simples, sólo son dignas de compasión. Conservo la preciosa y siempre especial presencia de la sabiduría que me ocupó por ser yo más propio de ella que ella de mí. Siento haber perdido mucho más de lo que en realidad tuve, de donde resulta una necesidad de consuelo fantasmagórica, consuelo por una pérdida inexistente, por lo no logrado. Aunque fugaz, fue tal la plenitud que aún la veo en el brillo de una estrella lejana. Qué cierto es que no ven los ojos. Cualquier otra distancia imaginada entre nosotros y los farolillos de la Vía Láctea se presiente como un gran viaje de expansión vital, libertad de único bañista en playa paradisíaca de cien años luz. A mí, lo que me separa de esa estrella no es una gran distancia de un kilómetro tras otro a través de lo desconocido, me separa una inconmensurable lejanía sin etapas intermedias, porque el fin es el regreso, y me separa una gran nostalgia, la morriña de Adán, que era gallego.

La pita sagrada en la isla sepulcral

Una mañana, en la isla de Mallorca, se me concedió entenderlo todo. Añado un detalle esotérico de reminiscencias bíblicas: Estaba en esos momentos admirando una pita en flor que se alzaba entre los restos de una quinta de verano. De la antigua edificación daban fe los contornos trazados a cascote que delimitaban las estancias. Nada más a la vista salvo maleza, raso y el mar, que el ágave, liberado de muros, oteaba por primera vez. Las pitas son unas hojas duras con pinchos cuya floración sucede a la vigésimo quinta primavera. Esta, tal vez por mimetismo, parecía un pulpo panza arriba. Les sale un tallo leñoso del mismo centro del diente que sube como poco hasta los cinco metros. Al cabo, en lo más alto, se abre un floripondio de manos abiertas. Hasta ahí llegó. La flor representa la culminación. En cuanto se marchita, y se marchita pronto, la pita muere. No me digan que no es romántico. Hay que soltar una lágrima. Todo aquel que no sea una piedra debe soltar una lagrima por lo menos o, como mínimo, pintársela.

Empecé a comprenderlo todo, olvidé las contrariedades. La existencia dejó de dolerme, nada me provocaba miedo, y quien dice miedo dice rencor o ira. Cuántas manías no provienen en el fondo de la inseguridad y del temor que la incomprensión nos crea. Nunca imaginé sentirme compasivo ante esos seres que mejorando a las pirañas esquimal, torturan, violan o asesinan a sus semejantes. ¡Oh! Aquel día, bajo aquella flor, sentí compasión. No sé si es que estaba despojado de angustia, interés, partido o si me sentía despegado y a salvo de la mortalidad. Todos los seres humanos formaban parte de mí. Yo podría ser cualquiera, capaz de lo mejor y lo peor. Todos los posibles se resumían en mi estado de gracia y se comprendían desde él. Estaba como Dios.

Estaba como Dios, sin saberlo (no cabían comparaciones), tan sobrio y desenamorado como lo estoy ahora, por si alguien piensa… Otra cosa es que la nostalgia por esta ausencia metafísica me haga volver la cabeza a los placeres carnales y por más que piense La pasión amorosa es un sucedáneo efímero de la gloria, sienta que a falta de pan, buenas son tortas, y que volvería a enamorarme a tontas y a locas a una edad en la que para hacerlo se necesita ser estúpido a conciencia. ¿Cómo le replicaba don Galán a Don Juan Manuel Montenegro en Romance de Lobos*?: Viejo enamorado, corazón enlutado. Digan que no soy viejo. La Casta y la Susana llevarían conmigo mucho más tiento que con don Hilarión, el de La Verbena**. En mí hallarían más entretenimiento fuera que dentro de las tiendas de encajes. Eso de llevar mozuelas colgadas del brazo también es pasión, pero de nietas y abuelos.

Nostalgia del estado de gracia, nostalgia de estar enamorado, la rabia de envejecer. No se entiende por qué ni a quién hacemos la comparsa en este mundo calderoniano. ¿El insignificante papel que nos toca, quién lo escribe?; menudo papelón. Llegará el momento y la diñaremos (diñar, dar en caló), bien. ¿Esto era todo? ¿Dónde está la gracia?

*Romance de lobos, drama de la trilogía Comedias Bárbaras, de Ramón María del Valle-Inclán. **La Verbena de la Paloma, zarzuela de Tomás Bretón.
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