Hay un suspiro donde ya no hay aire (Claudio Rodríguez)

Trato de reconstruir la secuencia de los hechos. El día de la víspera acudí a la llamada del poeta, largamente mantenida durante años. La sala de exposiciones Casa Revilla, que fuera propiedad y habitación de los hermanastros del rey Boabdil de Granada, infantes Juan y Fernando, ofrecía una concisa muestra documental de la última obra poética publicada por Claudio Rodríguez: Casi una leyenda (Tusquets, 1991).
¿Qué había allí? De haber vivido el poeta (Zamora, 1934 – Madrid, 1999), estaríamos en su casa de la calle Lagasca, 24, 4°izda., tomando café y avellanas en el Sancta Santorum de su biblioteca, sosteniendo entre los allí presentes un lampadario incansable de cigarrillos humeantes. En vano, intentaríamos que nos mostrara los borradores de sus poemas postreros, los protagonistas de la última publicación de su ser poeta entregado a las lápidas. Entre poetas y escritores en general, esas vergüenzas, esas sábanas de tálamo no se piden. Cada cual tiene las suyas y todas se parecen. A todos nos gustan nuestras caquitas, qué duda cabe, sobre todo las importantes, las que con solemnidad terminan de una vez por todas como detritus adorable absorbidas, cursadas, por la corriente de agua desencadenada en el inodoro. Sólo quien es consciente de su importancia filial, hijo adoptivo de la ciudad vecina, honoris causa de la autoridad académica, guarda el bolo desde la primera masticación, el alumbramiento en un billete de metro o en una servilleta de papel (¡Qué pocas veces el parto nos pilla en casa!), hasta la gran cagada hecha estrofas con sus puntos y sus comas y sus aires para enseñársela a mamá, que va a preparar con ella un doctorado en Princeton. (¿Qué enseñarán los escritores en dispositivos tecnológicos? La vieja tableta con la huella dactilar en la superficie táctil, correos electrónicos, capturas de pantalla, exposiciones en la nube…).
Las reliquias de un poeta no hacen milagros
Aún menos que los borradores, nos habría de mostrar las cartas cruzadas con las editoriales o las tan asombradas como laudatorias cartas recibidas de amigos ante quienes puso a prueba algún poema. Para eso y para cualquier otra explicación que hubiera menester estaría él allí, en persona, con la biblioteca enderredor repleta de miles de caras amigas y caras maestras guardadas en volúmenes de tapa dura y tapa blanda; caras a las que una vez miró y le hicieron ver; letras leídas que le hablaron y que, chorreando tinta, salpicaron patrones de creación; o que sumando trazos, elevaron alguna arquitectura habitable.

Tuve el privilegio con veinticuatro años de escucharle recitar poemas en el paraninfo de la Universidad Pontificia de Salamanca y después el de publicar una reseña del acto en el diario decano de la ciudad, El Adelanto.
Pero el poeta murió, y como el poeta ha muerto, que de sus obras digan las costuras y hablen los departamentos de Literatura. De entre todas, las exposiciones documentales son las que dan más pena y más pereza. No les quiero desanimar. Yo he ido dos veces. La segunda, alterné mis puntos de vista posturales con un pequeño pelotón de alumnos de instituto a quienes acompañaba una profesora dispensando informaciones hieráticas sobre lo que había que ver, tan falta de pasión que daba pena, como ya digo.
Podría decantarme por una valoración elogiosa de la muestra dirigida a todos, como si todos conocieran y apreciaran la poética de Claudio Rodríguez, cual es mi caso, pero no quiero. Prefiero la elegía. Tuve el privilegio con veinticuatro años de escucharle recitar poemas en el paraninfo de la Universidad Pontificia de Salamanca y después el de publicar una reseña del acto en el diario decano de la ciudad – El Adelanto – elevando a categoría noticiosa el hecho de que no reunía condiciones de rapsoda. Su voz sonaba gangosa, a duras penas se hacía entender. Esta circunstancia me decepcionó al punto de levantar un prejuicio inmisericorde contra el bueno de don Claudio, cruz y raya. Alcé un muro sordociego entre sus poemas y mi soberbia.
A la Musa le gustan jovencitos
Pasarían muchos años antes de que se presentara la ocasión feliz de reencontrarme con esa obra poética, libre de prejuicios y de la presión reivindicativa de los veintitantos. El señorito Rodríguez, a la edad de diecisiete años, escribió una de las joyas de la poesía en castellano de todos los tiempos. Apenas cincuenta páginas, si se cuentan las que dan aire y van en blanco o sostienen un título. «Don de la ebriedad»: Siempre la claridad viene del cielo;/ es un don: no se halla entre las cosas/ sino muy por encima, y las ocupa/haciendo de ello vida y labor propias. La voz que resuena en el Claudio que mamó campo en la finca zamorana de la abuela madre es una voz antiquísima que encontró manuscrito en el Cantar de los Cantares, que traspasó a San Juan de la Cruz en la Noche oscura del alma y que retoñó en el olmo viejo hendido por el rayo de Antonio Machado. Celebración del amor terrenal en el cuerpo mesetario de Castilla la Vieja con salida aérea al mar por las Vascongadas. Transfiguración del poeta en los elementos. El complicado ser de las cosas. Su voz es la de un espíritu místico que impregna de humanidad la naturaleza inánime que le rodea, que busca y encuentra salvación en el estar iluminado.
Despojos de forense
Volvamos a la muestra documental en la Casa del marqués de Revilla. ¿Qué había allí del poeta? Había despojos, despojos en urna. Valladolid es una ciudad de cristos yacentes en urna de cristal. El cuerpo sagrado de Claudio Rodríguez en su advocación de «Casi una leyenda» lo representaban manuscritos con tachaduras y correcciones; originales de su máquina de inscribir; cartas, tarjetas y telegramas de felicitación; libros escogidos de su biblioteca: poesía de Dylan Thomas (a quien sintió muy cerca en sus años de lector de español en Nottingham y Cambridge [1958-1964]), Antología de la Poesía Medieval Española, El Cancionero de Garci Sánchez de Badajoz, Mitología vasca… Por las paredes: más poemas, algunos dibujos ajenos, la proyección de un vídeo donde aparece el poeta que fuma, que recita y que concede explicaciones poco convincentes de su poesía; y los títulos en papel timbrado de sus honores: Premio Nacional de Poesía (1983), Premio Castilla y León de las Letras (1986), Premio Príncipe de Asturias de las Letras (1993), Premio Reina Sofía de Poesía Hispanoamericana (1995) y nombramiento de académico de número de la Real Academia de la Lengua Española (1987) para ocupar el sillón que dejara vacante Gerardo Diego.
El sexto sentido
Salí de allí con la sensación de haber asistido a un sepelio en el rastro de la plaza de Cantarranas, que tampoco existe ya, y con la determinación aplazada de comprar los poemas de Casi una leyenda. Había empezado a subirme la fiebre nerviosa del mármol. Esa misma noche, Manuela, una ahijada de diez años que está empezando a vivir la poesía como una gimnasia, me telefonea desde Madrid para pedirme unas rimas en aguda, en esdrújula y con sinalefa. Si me hubieras llamado antes, le dije, se las habría pedido a Claudio, que fue Premio Nacional de Poesía y qué no será en el Parnaso, si será un espíritu más o un espíritu menos; si como acá fuera poeta, allende sea traductor de la inmortalidad a psicofonía.
Soy practicante del ejercicio físico sacrificial y solitario, un eremita espeleólogo en cueva llena de gente.
A salvo lo anterior, la noche de aquella noche sufrí el espanto del torcecuello y al rayar el día: apagón. Se me instala la pesadumbre de quien pierde el sexto sentido. El sexto sentido viene a ser la realidad aumentada de los otros cinco, una alegría penetrante, una visión de la segunda sombra de los cuerpos, una anticipación sobre la luz que incidirá en los acontecimientos de mañana y siempre; el oído de la radiación de fondo.
Primero, el sacrificio; luego, el oráculo
Pasaron los días conmigo al margen hasta que encuentro un frontón largamente buscado en cierto barrio popular que no diré para evitar la competencia de los almidonados del frontenis. Soy practicante del ejercicio físico sacrificial y solitario, un eremita espeleólogo en cueva llena de gente. Sigo en esto la religiosidad olímpica, sacrifico mi vigor al máximo rendimiento en aras de los dioses, cambio vida corta de héroe (doméstico) por vida larga de anciano con andador. Es el desgaste como juego que practicamos en la infancia antes de que nuestros padres nos lo mandaran o lo impidieran. Respondíamos a órdenes superiores. Y afirmo que tal rendimiento es el más honesto sacrificio que se puede tributar a la naturaleza de uno y de todos. La delegación de este deber en vicarías o federaciones nos ha llevado al espectáculo deportivo de pago por el desahogo. Sigue siendo ceremonia sacrificial, sólo que el impuesto de revitalización no se lo cobran los dioses. Aquí, alguien hace trampa.
Poco antes de iniciar mi partido de pala contra la pared que las devuelve todas, me llama un repartidor de paquetería ansiosa: Mi libro había llegado. A medida que fueron pasando los minutos y aumentando mis jadeos recuperaba el suministro de energía. Un jadeo en sí y por sí mismo tiene las mismas partes de ahogo, las mismas partes de oxígeno untado y las mismas de alivio vayas a perder el avión, estés en el coito o corriendo cuesta arriba. El primer tipo de jadeo es prescindible.
Mi partido terminó con los mejores augurios pues a eso de la hora vinieron a relevarme cuatro jóvenes gitanos con pelotas de mano[1]. A Macbeth, las brujas del primer acto le adivinaron lo sabido y lo querido por su ambición; omitieron los medios y sus consecuencias funestas. Pero lo trágico, aquí, no viene al caso. Viene lo simbólico del oráculo personificado en una raza a quien la tradición atribuye poderes visionarios. Quién no ha llevado un monigote de gitana echadora de la buena ventura oscilando en el espejo retrovisor del 600 a la vuelta de un viaje de novios por Granada. Añadiré, en atención de quienes no hayan podido discernirlo, que la escena de gitanos en Valladolid jugando a la pelota vasca (con el material reglamentario) es una rareza comparable a la de descubrir una pareja de Errentería bailando sevillanas en una rave de El Ferrol del Caudillo.
Recomiendo los vaticinios autocumplidos (self fullfiling profecy), pero que sean para bien, como el mío, que entre ilusiones y veras desperté a la festividad. A la hora de volver a casa, di un rodeo hacia un erial para hacerme con un ramillete de flores de almendro, la anunciación de la Primavera, y con ellas acudí a recibir el libro de Claudio Rodríguez: Poesía Completa (1953-1991) (Tusquet-Austral, 2018), 9,50€, qué pena Claudio, a qué poco se vende el kilo de todo lo que escribiste, pero qué alegría recibir tanto por tan poco, en un volumen tan dúctil que lo comprende una mano, si se dobla, y que al desdoblarse vuelve a su amor muelle.
Un libro de poemas nunca se ha de abrir por la primera página, si quieres que te lea la buena ventura.
El árbol del amor y del dolor
El primer propósito de la compra, ya lo dije, era Casi una leyenda, pero antes de empezar con él quise dejarme llevar por el capricho. Un libro de poemas nunca se ha de abrir por la primera página, si quieres que te lea la buena ventura. Miré en el índice por el final y encontré lo que me buscaba: Los almendros de Marialba (de «Casi una leyenda»), página 355. Empezaba bien, un poema primaveral, la pasión del almendro según san Claudio, una elegía antes, una despedida serena y esperanzada que termina así (No volvió a publicar ni un verso más y aún habrían de transcurrir ocho años hasta la fecha de su muerte): Y es todo el año y es la primavera/ de estos almendros que están en tu alma/ y están cantando en ella y yo los oigo,/ oigo la savia de la luz con nidos/ en este cuerpo donde ya no hay nadie/ y se lo lleva, se lo está llevando/ muy lejos y muy lejos,/ allá, en el agua abierta,/ allá, con la hoja malva,/ el río.
Hasta aquí la secuencia de los hechos que, en conjunto, componen el resultado cuyo origen fue la visita o dos visitas a la exposición documental de pena y aburrimiento sobre la última publicación en vida del gran Claudio Rodríguez, fatal recitador, intérprete sin igual de los latidos del campo zamorano de Castilla, monacal sentidor de vientos, savias, lluvias, corrientes, olas y alas del único fluido sagrado; reseña que he querido intitular con uno de sus versos, precisamente, el del poema Los almendros de Marialba que por puro azar pertenece a la obra en cuestión («Casi una leyenda«): Hay un suspiro donde ya no hay aire.
[1] Nos contó otra historia de un famoso jugador de pelota, ya mayor, que participaba en el que iba a ser su último partido contra la estrella ascendente del momento. Nadie dudaba que fuera a perder, y así fue, aunque lograra hacer algo que valía más que el partido ganado. Su rival le envió una pelota fatídica y, cuando todos la daban por perdida, el viejo jugador no sólo logró devolvérsela, sino hacerlo de una forma única, pues la pelota pareció desvanecerse al tocar el suelo sin dar opción a ser recuperada por nadie. Y Claudio Rodríguez añadió: «Como si fuera una lágrima». Ésa fue su expresión. Y recuerdo que, al repetirla, nosotros veíamos a su conjuro el vuelo de la pelota y cómo al caer se confundía con una lágrima que contenía a la vez el dolor de la despedida y el gozo del inexplicable acierto. Gustavo Martín Garzo (Valladolid, 1948) en El País (Babelia), 21 de noviembre de 2009.
Hay un suspiro donde ya no hay aire (Claudio Rodríguez) por Jesús Mª Ventosa Pérez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
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