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La onda corta

Sintonizar en onda corta tenía su encanto y su arte, ya lo verán, en aquellos años de amistades domésticas chez Ricardo. La buhardilla de Ricardo, ¿recuerdas, Jon?, tenía dos espacios musicales. En la salita, mandaba un tocadiscos especializado en bises de ópera italiana. Por respeto a la autoría y por rigor cultural, Ricardo compraba, y escuchaba una primera vez, los principales títulos del repertorio belcantista, Rigoletto, La Boheme, Aída, Nabucco, Traviata, Madame Buterfly… Hacía una criba de arias y coros, que volvía a escuchar a solas y que, luego, repinchaba en presencia de visitas a las que servía un vino Viña Infame con unas rodajas de chorizo más infame aún – de cuyas porquerías citaba nombre y porcentaje en aras de la verdad y en aplicación práctica de su profesión docente, titular agregado de Física y Química – instruyéndolas (las visitas) en el deber que todo buen invitado observa, si no quiere ser tachado de gorrón.

Promotor de conversaciones, copioso contertulio, malicioso e incisivo en el debate, a la vez que te participaba sus preferencias en vinos de añada, embutidos ibéricos y quesos de importación (¡Ay, del invitado que no tomara nota para la próxima!) resumía con solvencia el libreto de la ópera a escrutinio, señalaba su pasaje favorito, si era a propósito de lágrimas o de pasar la aspiradora para, finalmente, recabar el aplauso. Como recogiera pitos o, peor, desatención e indiferencia, cerraba bruscamente el tocadiscos y trasladaba la tertulia a la cocina, el otro espacio musical de la casa.

Un melómano en pelotas

En la cocina, sin una triste aceituna, ofrecía agua o compartir una lata de cerveza. Es la última que queda en la nevera, no salí a hacer la compra. Pensaba que, a lo mejor, vosotros traeríais algún vinito, unos patés, algo. Pero no importa, si hace falta, bajo ahora. ¡Qué iba a bajar! Volvía la cara hacia ti, de quien eras cómplice, con una sonrisa mefistofélica y los carrillos aguantando el fuelle de una carcajada. Entretanto, ya se había encendido el enésimo ducados de un paquete blando donde invariablemente quedaban entre uno y tres cigarrillos. ¿Tenéis tabaco? Otra cosa que también he olvidado comprar. ¡En qué estaré pensando! De nuevo, la mirada maléfica. ¿En qué?, le preguntaba yo. ¿En qué? ¿En qué va a ser? Y a mi expresión muda, pero asertiva respondía: ¡En qué va a ser, pues en eso!

Ricardo había tomado la determinación del pionero, no adentrarse en pelotas por la selva gritando su homosexualidad antes de haber explorado el talante de los nativos. Andaba subido de revoluciones encabezando el movimiento Salir del armario. Su forma de reír era característica, entrecortada, hipando, con berrinche, como si le hubieran enseñado la risa a bofetadas. Tejía y enredada de continuo en sus parlamentos frases e insinuaciones obscenas que teñían de estupor las caras de quienes no pertenecían a su bando.

A la hora canónica de las vísperas – media tarde – terminaba un programa de canto gregoriano y empezaba otro de música contemporánea: ruidos, estridencias, gatos maullando, sopor.

En la cocina, sin apenas qué beber, qué fumar y con el frigorífico tiritando, Ricardo consumaba la venganza tibia ante aquel o aquellos que habían arruinado su fiesta de melómano. Sintonizaba un señor aparato de radio, estéreo, tres frecuencias, la antena desnortada, esa es la verdad, y maltratada, sin ser suya la culpa; en aquella parte de la casa la señal obedecía la mezquindad calculada de su dueño. He dicho que sintonizaba, rectifico: encendía. El aparato estaba clavado en la frecuencia y numerito del canal de clásica de Radio Nacional de España.

Cocina de músicas

A la hora canónica de las vísperas – media tarde – terminaba un programa de canto gregoriano y empezaba otro de música contemporánea: ruidos, estridencias, gatos maullando, sopor. Aquella vez, como a pedir de su lengua bífida, tocaban el Réquiem de Penderecki, las voces que Stanley Kubric eligió para dar rumbo a su «2001, Odisea en el espacio». – ¿Y esto, qué tal, os gusta esto? Tiene mucha melodía. – No, por favor, Ricardo, quítalo, que da miedo.¡Pues a mí me gusta y estoy en mi casa, así que…! En los puntos suspensivos, Ricardo trazaba un gesto característico con el brazo: os jodéis.

Santa María de Guecho, barrio de la primera buhardilla de Ricardo (A Desmano)

Fuera las visitas, la cocina podía llegar a ser acogedora, Ricardo y yo, tú a tú. Aparecía, entonces, una botella de crianza, presente de un convidado que sí supo cumplir, y un paquete de ducados entero que sacaba de su cuarto donde guardaba el cartón. La cena estaba lista si algo suculento había sobrado de la comida y, si no, preparaba una cazuela de espaguetis. Como estamos en familia, algo sencillito, decía.

Nos sentábamos a discernir las audiciones («escuchar» no es la palabra), los cinco sentidos interconectados, siempre a mano la biblioteca de consulta.

Con el tiempo, se descubriría la pólvora, pero en un principio la bala se lanzaba a mano y el estallido del disparo se hacía con la boca.

En tanto que espacio musical, la cocina valía como auditorio de cámara, sede permanente de la camerata radiofónica, el canal de música ya referido, que emitía en FM y que el señor aparato de radio captaba de fenomenal en mejor, a medida que se aproximaban los maitines y a condición de que no hubiera intrusos interfiriendo. La buhardilla de Ricardo tuvo dos domicilios en Algorta. Entre uno y otro, apoyado en su magisterio y sus manuales, completé un máster autodidacta y fundamental sobre historia de la música desde la alta Edad Media hasta los tiempos presentes. Nos sentábamos a discernir las audiciones («escuchar» no es la palabra), los cinco sentidos interconectados, siempre a mano la biblioteca de consulta. Durante las retransmisiones en directo de festivales, jornadas, semanas y quincenas musicales desde los más renombrados auditorios del mundo, él y yo ocupábamos las butacas ciegas del gallinero.

Más vale trocar

Al año y pocos meses de sintonizar con Ricardo y su aparato de radio, nos atrevimos a soplar la flauta con el Cancionero palaciego de Juan del Encina (1468-1529) contra el que ya había arremetido tiempo atrás integrando un coro colegial. De aquel repertorio recuerdo una canción que cantaba sin entender, ni sospechar que podría verme retratado en la edad adulta. Dejo la primera y la última estrofas: Más vale trocar/ plazer por dolores/ que estar sin amores (…) Amor que no pena/ no pida plazer/ pues ya le condena/ su poco querer:/mejor es perder/ plazer por dolores/ que estar sin amores. Llegamos lejos con la osadía, aunque en los resultados nos quedáramos a la puerta de casa. Por tanto, de la cocina también hicimos local de ensayo.

Como el virtuosismo con la flauta barroca se nos puso muy cuesta arriba cuando nosotros no más que pretendíamos diletar, probamos la vertiente experimental. Composiciones improvisadas que surgían al buen tuntún. Un día de estos, enredando, Ricardo descubrió el noticiero nocturno que, en castellano, emitía a diario Radio Tirana, la propaganda de Enver Hoxha, el último defensor del auténtico marxismo-leninismo, según declaró cierta vez en un arrebato de singularidad.

La onda corta debe de ser como la mar océana y las emisiones escuadras navales que vuelan celularmente a la manera de los estorninos, cambiando de forma y de lugar sin algoritmo que lo entienda.

La travesía del dial entre el emplazamiento diurno donde paraba el canal de clásica y la dudosa frecuencia de Radio Tirana era tan larga y procelosa como apasionante. Los territorios políticos en el espacio herziano son de quien los ocupa por el tiempo de ocupación; las fronteras, tierra de nadie. Allá no valen justificaciones históricas, ni existen cadenas montañosas o ríos que impongan su sensatez. Las potencias dominantes, a lo sumo, se hacen la puñeta interfiriéndose las señales a «ondazos» (sin hache), que es más espiritual. De niños, jugábamos a esta guerra ignorantes de la Física con embarcaciones de palo, hoja o chapa de refresco. Un buen pedrusco cerca de la orilla hacía más por moverlas que el impacto cercano de una china. Con el tiempo, se descubriría la pólvora, pero en un principio la bala se lanzaba a mano y el estallido del disparo se hacía con la boca.

Teoría de la onda corta

La onda corta debe de ser como la mar océana y las emisiones escuadras navales que vuelan celularmente a la manera de los estorninos, cambiando de forma y de lugar sin algoritmo que lo entienda. Aquí también se impone la fuerza de la emisora más potente. Las débiles quedan a merced del viento y de la melancolía. Seguramente, por eso me suenan a naufragio lejano e irremediable; suenan como si sus voces emitieran medio asfixiadas bajo las populosas urbes que les anteceden en el mapa.

El recorrido por la onda corta era lo más parecido a un viaje que se podía experimentar antaño desde casa con las antiguas radios de válvulas. Y hogaño, instalados en el hogar de Ricardo, con su señor aparato de circuitos integrados, repetíamos el prodigio. A lo largo de aquellas veladas, la radio se transformaba en instrumento musical. Los ruidos que crepitaban entre palabra, síncopa y música rota componían el fondo sonoro de un relato imaginario o receta de lecturas, filmes y audiciones en lata de albóndigas. (Una audición en lata de albóndigas es lo mismo que una cassette de la quinta sinfonía de Beethoven).

(A Desmano)

Lo hacía sin sujeccion a partitura alguna, sonando en modo bebop aires de shakuhachi y mirándome de reojo en el desparpajo de autores como John Cage.

Las emisiones en castellano, francés e inglés representaban los puertos seguros de la travesía, caso de hacer escala, que no era el caso, porque nuestro destino directo era Albania saludando, si acaso, faros entre la niebla: las voces búlgaras, las letanías del monte Athos, los discantos de la liturgia armenia, melismas turcomanos de estepa soviética o la misa perpetua del Islam, oleadas de lecturas coránicas, sermones y melopeas piadosas, entre las cuales podría infiltrarse el canto clásico de Om Kalsoum sugiriendo los viajes de Simbad el Marino. Todo esto sonaba mal que bien, tirando a entropía, al tempo y compás que marcaba el intérprete del dial, a la sazón: Ricardo. Yo, mientras tanto, defendía la sección de viento (nobleza obliga): el flayolet y las flautas barrocas soprano, tenor y bajo. Lo hacía sin sujeccion a partitura alguna, sonando en modo bebop aires de shakuhachi y mirándome de reojo en el desparpajo de autores como John Cage. Para la deconstrucción del tema seguía la atonalidad y la tímbrica utilizadas por Stockhausen, Xenakis, Boulez o Luigi Nono; y la superposición de síncopas que hace González Acilu en su «Himno a las lesbianas«, por poner un ejemplo sencillo. Todo de oído, desde la «pe» hasta la «pa«, como quien juega a imitar una canción en inglés, sin saber inglés, ni mucho menos la letra. Y así pasábamos la tarde-noche de muchos domingos, ajenos a la jornada liguera en primera y segunda división.

Ahondando en lo que me pasa

Aquella onda era buena onda de diversión en el aprendizaje de las vanguardias. Lo he traído a la memoria, porque de un tiempo a esta parte, ahondando en lo que me pasa, llego a la conclusión de que mi inteligencia deambula por la onda corta. La onda corta es la mar océana de mis propósitos creativos, el territorio espiritual que se mueve por mi conciencia como una ameba en una sopa de pescado. Durante días y días no escucho otra cosa que el ruido de las olas golpeando el casco. A ratos, me llegan cantos de sirena de los que, fatalmente, no llego a alcanzar la letra, si acaso la primera frase. A la hora del café de cualquier día, aparece Circe, la hechicera, tentándome con la promesa de hacer de mí un buen cerdo para San Martín. Como me encuentra atado a la silla, apura el pincho de tortilla y desaparece. Tan a la deriva voy en tanto que onda/partícula (El numen creativo es eso, onda de sensaciones en la atmósfera neuronal, y partícula en la obra de arte materializada) que no sé cómo acabo arribando al puerto seguro de una página en blanco, ni quién o qué me engancha las estachas a noray.

Desde su alto punto de vista, toda esa gente creativa de baja ley que repta por la onda corta, a todos los efectos, está en las últimas. Su único provecho consiste en servir de provecho al depredador con firma.

El escritor profesional trabaja sobre seguro en FM. Sabe que en el 101 de la banda ancha escribe la columna diaria, en el 109.6 retoma la novela y en el 99.2 le salen los guiones para La Sexta. La onda corta puede llegar considerablemente más lejos, como un genio encerrado en una lámpara o como una patera, pero quién los recibe. Aquí está la disyuntiva. La onda corta es víctima habitual de las interferencias, se enreda en las borrascas que entran por el Atlántico y que se encalman en el Mediterráneo, cuando no es soplada contra los acantilados de Escila y Caribdis. La onda corta es el medio de comunicación por excelencia de los marinos, de los espías, de los radiotelegrafistas que buscan amigos en la jungla, y de los nativos que buscan colocarse en el rascacielos de la ONG; y de los locos, que no se me olvide. Los locos pisan los peores terrenos de la banda, o al principio, o al final, donde acaban encallando las agujas del sintonizador, donde el ruido perpetuo es casi silencio.

Si se compara con la FM o con la onda media, la onda corta tiene poca audiencia: los que les pilla cerca de casa y unos cuantos olvidados de Dios que se podrían contar a vista de satélite como alfileres de acerico. No son fieles escuchas, es gente despistada a quienes les tarda en llegar la onda de sí mismos, pero una vez los metes en luna creciente, entonces, sí, se queman a lo bonzo de tanto aplaudir. Entre los de cerca de casa y los de cabeza de alfiler, se ha de anotar un tercer tipo de orejilla. Es taimado y vergonzante, porque se siente canalla. Este es el buitre que no espera a que su víctima haya muerto para bajar a sacarle los higadillos. Desde su alto punto de vista, toda esa gente creativa de baja ley que repta por la onda corta, a todos los efectos, está en las últimas. Su único provecho consiste en servir de provecho al depredador con firma.

Artistas en la onda corta

Hablo del escritor profesional que, como dejó de tener tiempo para pensar, se hace furtivo en caladeros de poca monta. Él sabe dónde puede sacar buenas piezas de entre la morralla sin que se note que ha dado el palo. El gran depredador es inmoral, porque especula y no paga las grandes tajadas que apresa en caza impropia. (A un malacitano ceceón, con ángel, le preguntas por su «caza» y te invita a comer codornices en familia, para que no haya equívoco). Lo moral y conveniente en toda actividad creativa sigue el principio de la frugalidad. Tomar poco y muchas veces de todas las mesas a que se es invitado, y agradecérselo al anfitrión, y publicarlo luego fuera de ellas, que comió y bebió gracias a su generosidad, y que por ello vive una jornada nueva.

En la onda corta de la tradición oral, el dial ha sido el tiempo, y en él el ruido de los años, y en los años el ruido de las jácaras donde se entonaban romances, hicieron de diablo cojuelo en la transmisión de historias.

La tradición popular ha sido durante siglos una onda corta de muy larga trayectoria, anónima, donde todos metían la mano. En la onda corta de la tradición oral, el dial ha sido el tiempo, y en él el ruido de los años, y en los años el ruido de las jácaras donde se entonaban romances, hicieron de diablo cojuelo en la transmisión de historias. Unas lejanas letrillas de burla, quién sabe si antecedente de las chirigotas, dieron a parar en un compás alegre donde encajaba casi cualquier cosa, un bolero, una queja, una canción del festival de San Remo, un pregón.., y de las burlerías se llegó a las bulerías, el palo festivo que conocemos.

Sabido es por el aficionado cabal que los más notables profesionales del cante jondo se han desplazado, a despecho de cualquier inconveniente, a este pueblo o a aquel, a aquella taberna o peña o boda, tal día y a tal hora, para escuchar el estilo de un tal José de la Pica, enfermo de diversión, o porque cantaba una niña o la Tía de modo y manera que quitaban el sentío. Artistas en la onda corta. Antes de ponerse a cantar, ponían el mandil con sangre a remojo en la lejía, terminaban de recoger las verduras para la venta cuando se hiciera tarde de tan temprano o separaban las vacas paridas de los toros bravos. No les quites de su gente, ni les saques de su barrio, ni les digas «Ahora, canta». Tiene que ser, el día que te pongas, que a ellos les llegue la onda.

(A Desmano)


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