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Historia de la piedra

Lo mío con las piedras siempre ha sido una pasión. Antes de pensar que una piedra fuera piedra admiré su poder de afianzarse en el sitio; admiré su poder de causar daño y de no acusarlo aunque uno consiguiera contra otra hacerla pedazos: no se doblega, sus fragmentos siguen siendo lo mismo a otra escala. La piedra acariciada en la mano, aprehendida, templada a sangre y arrojada a tu enemigo transmite la voluntad de afianzarse en él, la amenaza de dañarlo sin acusar quebranto por ello aún en el caso de terminar fraccionada.

La Pedriza es una biblioteca y cada peña un libro; cualquier piedra, una voz petrificada. Lanzando piedras aprendimos a hablar, y a pintar y a escribir sobre ellas aprendimos después de que quedaran manchadas con la sangre de las víctimas. Siempre que arrojo una piedra digo «yo» y me transporto; siempre que acierto, hago efectiva mi voluntad. Una lluvia de piedras bien lanzada es elocuencia, similar a un discurso bien dirigido.

La piedra es lo que queda de nosotros cuando volvemos a no ser en la primera letra del abecedario. La piedra es lo que vomita el volcán en la berrea, la brasa crepitante del sol donde se sacrifican las vísceras de Marte, Mercurio y Venus; los meteoritos de la digestión son igualmente de piedra, y el cometa helado como la muerte que coloniza los planetas, también.

Se coge una piedra y se la pone a remojo en una solución salina con unos tréboles de los que saben a vinagre, orinas encima, revuelves y esperas.

Receta para hacer renacuajos

Se coge una piedra y se la pone a remojo en una solución salina con unos tréboles de los que saben a vinagre, orinas encima, revuelves y esperas. A partir de ese momento, los resultados dependen de la paciencia. Yo hice la prueba, claro, pero era un niño. En la infancia, a los niños nos luce muy poco la paciencia. Con eso y todo, en un par de años me salió una charca. Recuerdo haber cazado zapaburus*, que no servían para nada. Los metía en una lata roñosa de tomate Orlando hasta que la charca quedaba deshabitada para, a continuación, volverla a repoblar con los mismos desahuciados en un gesto magnánimo. Bueno, aprendí que lo mejor de los zapaburus era cazarlos sintiéndolos colear dentro y fuera del agua en la palma de la mano.

Un día desaparecieron y adiós. La lección de los batracios no la estudiaría hasta el curso siguiente, pero la charca se secó antes de eso. La culpa fue mía, porque no tuve paciencia. ¡Eran tantos los experimentos que requerían mear! Piensen lo que quieran. Mucha, mucha gente no espera lo que esperé yo, o revuelve poco y se queda dormida contemplándose como Narciso en la superficie una vez que la porquería se sedimenta en el fondo. Hay piedras que tardan en disolverse un millón de años, que ya es paciencia. En cambio, de otra manera, si se las toca en seco, si se las acaricia o abraza con ternura responden al saludo en mucho menos tiempo, porque ni siquiera las piedras son de piedra, hasta tal punto que cuanto más duras, tanto más blando tienen el corazón.

Una piedra es lo más grande que hay, pero tiene que ser salvaje como aquella que encontré en una marea baja de la playa de Aizcorri.

A la derecha: vista lateral de El Yelmo, en La Pedriza (Sierra de Guadarrama) Foto: A Desmano

Iñaki Perurena, el Heracles de Leiza

Una piedra puede ser lo que tu quieras. Como ejemplo, el gran bloque de granito arrancado con barrena que delimita una mina a cielo abierto en la carretera de Bustarviejo. Tal y como aparece, la mole es escultural por más que pretenda servir de reclamo para buenos bordillos de acera y adoquines. Todos los que pican allí viven en Valdemanco, pero son de Lugo, menos el capataz que no sabe dónde nació, porque cando naces non sabes en qué mundo vives, decía el tío salao.

Una piedra es lo más grande que hay, pero tiene que ser salvaje como aquella que encontré en una marea baja de la playa de Aizcorri. Pesaría diez kilos por lo menos. No explicaré porqué me encandiló, las cosas sagradas son secreto. Sólo diré que cargué con ella varios kilómetros remontando el acantilado hasta mi casa. Así empezaría Iñaki Perurena su vocación. Iñaki perdió la paciencia después de levantar en dos tiempos una rectangular de 320 kilos. Por aquellos años, tenía ya las piedras muy domesticadas y prefería llevarlas en furgoneta a las fiestas de los pueblos. Él mismo las bajaba del vehículo minutos antes de mostrarlas en su espectáculo. Calentaba los músculos haciéndose corbatas con la cilíndrica de 125 kilos. Después, se subía la cúbica de 200 clavándose una arista en la faja para encarársela sucesivamente en el estómago, en el pecho y sobre el hombro. A estas alturas, se ponía colorado. Pero el esfuerzo de Sísifo llegaba con las cilíndricas y las rectangulares. Aquí entraba en escena el secretario, que se las aproximaba moviéndolas como mi abuela acercaba las bombonas de butano a la catalítica. De aquí en adelante, encumbraba de 250 kilos para arriba y tan maravilloso era recibir la reverberación del peso que se acomodaba encima como atender el rostro del harrijazotzaile, un globo a huevo de alfiler, como comprobar que pese a todo el suelo no se vencía bajo sus alpargatas. Quien no haya seguido la carrera de Perurena no ha visto el final de la película Hércules.

Mucho antes de que (…) fuera sustituida por los materiales ligeros (…) el paradigma de la piedra incorporó una cualidad asombrosa: la levitación.

Hacia la levedad y lo atmosférico

La Edad de Piedra comenzó y terminó formalmente entre el año 2.500.000 y el 10.000 a.C., pero a nadie se le escapa que el apego a la piedra prosiguió hasta bien entrado el siglo XX, aunque haya sido más común escuchar la expresión nutricia «apego a la tierra». La gravedad terrestre viene dada en sus 9/10 partes por la roca compacta que integra el interior del planeta entre la corteza y el núcleo. Donde la proximidad de berrocales facilitaba su uso como material, las edificaciones solariegas se consolidaban en piedra y hasta en los edificios nobles de las urbes, iniciado el imparable éxodo del campo a la ciudad, el uso de la piedra siguió basando y simbolizando la solidez y perdurabilidad de las construcciones.

Mucho antes de que la piedra fuera sustituida por los materiales ligeros, como demostración patente del giro conceptual hacia la levedad y lo atmosférico, el paradigma de la piedra incorporó una cualidad asombrosa: la levitación. La Tierra, los planetas y las estrellas flotan en la materia oscura al tiempo que se trasladan desde que un impulso titánico lanzó contra sí mismo la primera piedra universal, la A y la Z, el lenguaje de todos los lenguajes, la semilla de todas las simientes. De todas las grandes religiones, la única que sigue adorando a una piedra es la musulmana. Los adeptos a la teología atómica hemos evolucionado hacia el ídolo invisible existente representado por las partes más minúsculas de la materia; contenemos la respiración intentando atrapar al renacuajo de Higgins una millonésima antes de que se transparente en rana, es rapidísimo, no te da tiempo a sentir ni una coleada.

La piedra del futuro, como la del pasado, respira eternidad, tan pronto impacta como define su propia trayectoria adelantando el aliento, nos traspasa sin acusarlo. El apego a la tierra y a la piedra seguirá siendo invencible, pero esta vez mirando a las galaxias. Hemos aprendido la levedad. Viajaremos por el híperespacio sintiendo su influjo. Allá donde nos abra sus santuarios recalaremos y seremos nosotros quienes remedemos sus fragmentos sin causar daño ni acusarlo, y sin dejar de ser piedra hasta que se nos ocurra alguna otra forma de matar este aburrimiento de la eternidad.

Mano y piedra. Foto: A Desmano

*Zapaburu: Renacuajo en lengua eúskara.

Pensaba en Alberto Durero y se me ha ocurrido esto de la piedra. Un recuerdo lleva a otro.

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