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Soldado del aire

El relevo en la guardia

    No hay amor sin hado correspondiente, se lo aseguro, y como aquél fuera cándido, éste sería favorable y discreto. Las funcionarias de ventanilla se tomaron unas vacaciones. En realidad, desconozco a dónde fueron y por qué. Algún ángel se las llevaría de permiso a tomar los vientos. Mi soldado acudió al relevo, qué grande. Esto, la milicia lo entrena mucho. Ahí está el cambio de Guardia en Buckingham Palace o el revelo de los griegos en la plaza Syntagma, que ella bordaría uniformada de Atenea, con esa falda corta entablillada que llevan, los zapatos de clac con pompón y la crin en una larga coleta.

El acercamiento de la dirección extraña yo lo supongo casual, aunque más tarde ella elegiría el mismo motivo para entregarme cierta confianza y, casual o no, preludió una nueva era de proximidad. Ahora, cada vez que iba, el saludo era obligado, me sacaba fotos para el registro, y yo sonreía como si fuera para el concurso Días Felices de Instagram; tomaba y me devolvía el carnet de identidad, nombre y dos apellidos, fecha y lugar de nacimiento. Un caudal de datos antes ocultos volcados por ella un día tras otro en la pantalla del ordenador o una manera burocrática de saber algo fidedigno de un admirador que el hado de la candidez le había puesto delante, muy cerca, en un mismo espacio de transpiración y respiraciones sentidas como se puede sentir una ración carcelera de aire fresco en la mortificación de un encierro. Nada más, ni nada menos. Una puede ser observada con la misma fruición tocando el piano que llamando por teléfono para dar el parte de la correspondencia o buscando un fichero en el ordenador, aunque no haga música, porque una de sus manos puede ser suficiente donativo galante y suficiente gesto de carácter si empuña un ratón periférico. De las garras del águila imperial partió hace millones de años una línea evolutiva con la idea de esculpir los dedos de la soldado del aire, modelo de peinas para mantilla, dedos mimados con la manicura que podrían hacer presa, pero nunca víctima. Para matar, mejor que apretara el gatillo.

    Tal vez pensó que no era justo mantener su identidad en el anonimato cuando la mía ya había pasado ante ella reiteradas veces. Las cartas estaban mal repartidas; hablo de naipes. Del otro reparto nunca hubo queja. El nombre es una llave maestra y una conjunción de sonidos mágicos. Puede ser sólo tinta, sólo asiento de registro o una simple cáscara de personalidad. Yo lo pido a diario docenas de veces a docenas de sujetos. Nombre y firma o sino no entrego el bulto. Siempre hay alguien que se incomoda. Ella no me dio el suyo, prefirió el expediente de Tómalo.

Traigo un sobre dirigido a… Espera, déjame leerlo, no es fácil de recordar: Hipólito Sans Vejer de Matías. Sección Administrativo-Financiera.

Ya te digo si es raro, como el mío, que tampoco es fácil de recordar – comentó mirándose la chapa que llevaba prendida en la guerrera.

¿Hay un modo más arrogante de ingresar en el Cuartel General del Ejército del Aire que salvando de un salto las cuatro escaleras del torreón; uno más patriótico que atravesar su amplia explanada de acceso corriendo vestido con los colores de la bandera de España?

    No uso gafas cuando voy de peatón, pero las necesito para conducir, en el cine o en los teatros. El miope que se empeña en ver más allá de su limitado horizonte se expone a los espejismos que su cerebro construye para contentarlo. Conviene tenerlo en cuenta. No esperaba semejante estratagema o picardía del pudor. Llevaba la chapa a la altura de uno de sus pechos camuflados, el azul cobalto de la superficie me desdibujaba las letras negras, de manera que hube de acercarme – procuré ser discreto – para leer el nombre, y una segunda vez para encadenarlo a los apellidos. Se sonrojó. “Beatriz Gamíniz Gaitán”. ¡Beatriz, como la de la Divina Comedia! No dijo nada. Imagino que ignoraba la referencia literaria, pero sí entendió el cumplido implícito en la exclamación y en la palabra «divina». Rápidamente, se volvió. La osadía había terminado.

    Beatriz, Bea, triz, bisectriz, emperatriz, adoratriz, meretriz (taché meretriz). Jugué con el sonido de su nombre exponiéndolo a los ecos de mi cantera mental esperando sensaciones, sugerencias, lo típico, lo pueril, lo ancestral. Mientras lo amado fuera un misterio, más allá de las apariencias, su nombre era todo lo que tenía y todo el misterio estaba comprendido en él. Finalmente, Beatriz, con todas las letras. Donde no hay costumbre ni permiso, no deben tomarse atajos.

    ¿Hechas las presentaciones, qué vendría ahora? Yo, a sus órdenes. ¿Qué más podría mostrarle sin arriesgarme a meter el zancarrón? Había proyectado magnetismo, hablaron mis ojos, enseñé mi cara lampiña y con barba de días; llevé mi cuerpo hasta allí todo lo vestido y desvestido que permite el escueto ajuar del uniforme DHL; siempre corriendo. ¿Hay un modo más arrogante de ingresar en el Cuartel General del Ejército del Aire que salvando de un salto las cuatro escaleras del torreón; uno más patriótico que atravesar su amplia explanada de acceso corriendo vestido con los colores de la bandera de España? La primera vez que llevé un paquete al cuartel – todavía la Admisión estaba tras la puerta principal, ni Beatriz me existía, ni la comedia se había escrito – hice los últimos 200 metros en 23,15 segundos. El soldado de la puerta saludó mi entrada con el gesto marcial de la aeronave sobre la sien.

    El día de la escena culminante, llegué corriendo, entré de un salto armado de intenciones, sonó el arco detector, cogí aire y saludé, el corazón me latía rápido. Dónde empezaba la urgencia del servicio y dónde la ansiedad de mi deseo. ¿A dónde vas?, preguntó. Una sonrisa, su perfil de ave, su ojo de ave, la mano derecha sobre el ratón, el anillo de oro blanco coronado. Sin cambiar de postura, tomó el carné que deposité bajo la ventanilla. Imprimió la hoja del pase, eligió una tarjeta de identificación y me los tendió. Despacho 543. ¿Sabes ir, no? Evité mirarla directamente, era su momento de mirar. Supongo que me dispararía en milésimas de segundo. Al levantar los ojos para recoger las credenciales, volvía a estar de perfil. Ya las estaba retirando con sumo cuidado, como otras veces, e imaginaba tomándole la mano en una recepción según la etiqueta galante de acercarla a mis labios sin tocarla, aspirando su aroma, cuando noto un toque: su dedo besaba mi dedo, índice con índice, yema con yema. Sentí la música celestial. Miguel Ángel desarrolló el tema hace quinientos años en la Capilla Sixtina. Dios insufla el ánima en Adán tocándole con el dedo, como hizo ella. Hágase el amor, y se hizo.

    A partir del alba de aquella tarde, no digo que siempre, pero siempre que la ocasión nos era propicia, Beatriz y yo nos tocábamos el dedo bajo la hojita de franco el paso. Tengo un conocido de bar que puede verme diez días seguidos y los diez días me da la mano cuando llega y cuando se va, una mano blanda, a menudo húmeda, como de sudario. Y no es lo mismo. El roce de alguien que toca o agarra a cualquiera por costumbre es un simple y anodino sobar. Distingan. Las señales secretas, los mensajes cifrados como por código Morse, que se cruzan entre sí los predilectos se hacen con un sólo dedo, el índice, el dedo de la creación.


Soldado del aire por Jesús Mª Ventosa Pérez se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.
Basada en una obra en adesmano.media.

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