Soldado del aire

Tres minutos hoy, tres mañana, y al otro y al otro sumados al cabo del tiempo dan para una vida de mariposa. Había aterrizado en el cuartel yo qué sé cuántas veces a lo largo de aquel año. O antes no estaba, o yo no la vi. Apareció tras la permuta de la garita de admisión, que antes estaba a un lado de la entrada principal, la que utilizan los generales con mando en plaza en las ceremonias castrenses, y ahora se había instalado en el torreón que la dichosa entrada tenía a su izquierda. Las mudanzas siempre acarrean sorpresas, hay cosas que se pierden y cosas que sólo aparecen entonces. Cuando no sepas qué hacer, cambia algo de sitio.
Desde que traspasé el umbral, mirara a donde mirara, todos los horizontes se fugaban por ella. Aquel día se había declarado jornada de visitas. Los familiares de los mandos más todo aquel que dispusiera de un padrino en el interior que respondiera por él podían acceder a las vetustas dependencias del cuartel, recorrer las plantas cuadrangulares jalonadas de puertas en posición de firmes con numeraciones de hasta tres dígitos, sus largos pasillos de losas abrillantadas a diario por señoras de la limpieza silenciosas y azules aviación, saludar a los ujieres que ese día sí estarían en su sitio, y comprobar que de tenientes coroneles para abajo los despachos eran madrigueras con tabiques de pladur y administrativos civiles del lado de acá.
Allí no había guapo que se colara y me tocó a la cola. El mensajero que conoce este destino llega a última hora de la mañana y toma aire, mientras le mantienen a la espera de la revisión de seguridad, de la identificación y de persona autorizada para recoger lo que uno lleva. Por una buena cantidad de dinero y un billete con el que volar a un país sin acuerdo de extradición bilateral, se podría comprar a un repartidor harto de ser expoliado que, como yo, supiera moverse por el Cuartel General del Ejército del Aire para introducir una docena de cartas bomba. Es asombroso lo que da de sí el pensamiento, si te paras a pensar. Mientras esperaba mi turno, me entretuve viendo temer por sus horquillas a las coronelas y generalas que atravesaban el arco detector de metales, y por sus bolsos de gala negros y brillantes en el trayecto desvergonzado del escáner que husmeaba un PM apático. En sentido contrario, pasaban sus tarjetas de ficha y sus cuerpos presurosos por las canceladoras, a riesgo de esguince lumbar, los funcionarios cumplida la jornada luego de despresurizarse del trabajo media hora antes. A la derecha del dintel que franqueaba el paso un letrero avisaba a los enterados: Nivel de alerta SP+, lo normal. Detrás de una cristalera abierta en dos ventanillas arqueadas, con bordillo de acodo, cámara web e interfono hacia el público, dos paisanas que, sino este año el que viene, pasarían a situación de reserva, atendían el negociado de la admisión, una de ellas desahogada de solemnidad, la otra servicial y con apuro por el cuajo de su compañera.
Ella, la soldado, apareció a la derecha de mi campo de visión. No daba salvoconductos y tampoco sé lo que hacía. Estaba allí. Traigo un sobre para el MALOG, teniente coronel Casimiro Benjumea Ortiz. – Mi coronel, un mensajero trae un sobre de Aerospace. ¿Le hago subir? Despacho 441. Colóquese la tarjeta en lugar visible y haga que le sellen esta hoja.
Pasó el fin de semana y volví el martes. Allí estaba, al otro lado del cristal, de pie. Llevaba un brazalete rojo de Policía Aérea. Una machaca. Compartía la guardia con otra poli que daba más el tipo que ella, pelo corto, cuerpo de abultadas atmósferas, peso hercúleo, cara de pocas ternezas. Una vez sonrió. Le faltaba un diente. Ella, por el contrario, alzaba una estatura curvilínea. Lo primero que pensé fue que la sacaría a bailar. Lo segundo, que antes debería operarme las piernas. ¿Cuánto mediría, trece, catorce, quince centímetros más que yo? Preferí quedarme corto. Una voz de las que oigo apostó que salvaría las distancias, si pudiera tenerle a tiro. Pieza de caza mayor. Pero tendría que derribarla. Si se pusiera a tiro, tendría que derribarla. Eso estaba hecho.

Le veía marchar demorándome adrede, porque toda espalda lleva un propósito y una pared, y puede o no dejar un rastro, un eco de lo que va por delante o una pegatina en el cristal trasero que diga: Bebé a bordo.
Establecí un control justo en la diagonal del suyo a ratos de entre dos y cuatro minutos por visita; control de avituallamiento. A partir de aquel día, adquirí el hábito de libarla. Mucho antes de que nuestros ojos coincidieran ya se había dado cuenta, como a la flor que le entra una mosquita en el ojo, no la ve, pero la siente. Además, y desde otro ángulo, nadie ve mejor sin ser visto que una mujer sometida a examen, y sin mirar. Es una cuestión de naturaleza y era su trabajo.
Pasaron los minutos, es decir, los días y las semanas, la paradoja temporal del mensajero exprés. En la intensidad de la entrega, el tiempo transcurre lentamente, en tanto que antes y después sigue o acelera su curso normal. Cuando coincidíamos en Admisión, la soldado y yo, rejuvenecíamos de repente. Traspasado ese universo, en nuestros mundos autónomos a su hija le salían los dientes y yo me arrancaba con unas pinzas las canas que me iban apareciendo.
Pases de micro teatro
Los escarceos eran breves, aunque después yo los saboreaba durante horas. Conseguí representarme su rostro siguiendo este camino: primero, la tez dorada y uniforme; después, la piel tersa, los labios de manzana al caramelo, la nariz y el perfil de ave.
No sé si sería pronto o tarde que la oficina de admisión se convirtió durante mis entradas en un pequeño escenario de micro teatro, las ventanillas burocráticas en taquillas y el cristal de seguridad en escaparate de Ámsterdam. Los pases sucedían entre las trece treinta y las catorce horas y duraban, como ya dije, unos pocos minutos. El teatro reducido a su mínima expresión empieza cuando alguien se muestra tal y como es a otro que se ofrece como espectador. Una actriz, un espectador, un escenario y una trama simple que te involucra y con la cual ensueñas cualquiera de las partes de la historia que faltan. Ella enseñaba fotos de su hija niña a la sargento, ella entraba y salía del cuarto de monitores tv a la oficina de admisión, cinco pasos de garza; ella se recogía el pelo en una coleta, ella iniciaba pláticas que yo no podía seguir, únicamente el eco de alguna palabra más alta que otra me traía colores de su voz, el trino de su risa era un destello, un don, con el pudor de los párpados caídos. Aprendí a llegar al minuto del último pase para verla salir del teatro de operaciones macuto en ristre hacia el Seat León que ocupaba plaza en el aparcamiento reservado al personal civil y militar del cuartel. Le veía marchar demorándome adrede, porque toda espalda lleva un propósito y una pared, y puede o no dejar un rastro, un eco de lo que va por delante o una pegatina en el cristal trasero que diga: Bebé a bordo. Asistí a todas las representaciones de aquella primera temporada teatral con fervor no disimulado y, al final de ella, la primera actriz me honró con un gesto de magnética cercanía. No entendía una abstrusa dirección que le declamaba desde el otro lado del cristal como si estuviera leyendo un poema fonético del número 69, y salió de la ficción e inclinó su rostro hacia mis manos, que sostenían un sobre, tan cerca que me hubiera rozado con la media melena de haberla llevado suelta, y nos respiramos. (sigue)